Karl Polanyi, uno de los pensadores del siglo XX que mejor ha envejecido con el paso de los años, al analizar la historia de las economías de mercado en los siglos XIX y XX, hablaba de la existencia de un movimiento pendular entre mercados y sociedades. Este “doble movimiento” actuaría de manera que, ante la explosiva propagación de la economía de mercado, las sociedades reaccionarían moviéndose y adoptando medidas para protegerse.
Polanyi dedicó buena parte de su obra a la crítica de los mercados autorregulados del liberalismo, y a las relaciones entre economía y sociedad. Es precisamente esta interrelación la que explica el doble movimiento mencionado anteriormente. En su obra La gran transformación, el autor húngaro expone como a lo largo de la historia, ante el avance de la autorregulación las sociedades levantaron sus propias barreras para defenderse. Desde la legislación relativa a la salud pública y los primeros derechos sindicales conquistados en la Inglaterra victoriana, hasta las políticas redistributivas del New Deal adoptadas por algunos países tras el colapso financiero del 29.
Polanyi, que consideraba los mercados completamente autorregulados una utopía insostenible, no concebía este doble movimiento como un mecanismo de autocorrección para moderar los excesos del mercado; sino como una contradicción existencial entre los requerimientos de la economía para su expansión ilimitada y los deseos de la gente de vivir en una relación de sociedad de apoyo mutuo.
A pesar de lo añejo de su obra, La gran transformación data de 1944, el marco propuesto por Polanyi, es hoy más actual que nunca, y además de describir a la perfección el escenario europeo post crisis del 2008, nos es de gran utilidad para analizar las últimas décadas en América Latina.
Los años 90 trajeron a Latinoamérica el llamado Consenso de Washington. Directamente importado de unos Estados Unidos en pleno apogeo tras la caída del bloque soviético, la mayoría de los estados latinoamericanos adoptaron las directrices del nuevo modelo económico. Tras el fracaso del modelo ISI (industrialización como sustitución de las importaciones) el neoliberalismo era el presente y el futuro.
Fujimori, Menem y Collor de Mello entre otros, se subieron al carro de la desregulación y las privatizaciones masivas. Reducir el papel del estado y favorecer la inversión privada, era la garantía única de crecimiento, desarrollo y prosperidad; y para ello, había que permitir a las empresas extranjeras operar con comodidad, ya fuera en la explotación de recursos naturales o en industrias que anteriormente habían sido de propiedad estatal.
Sin embargo, del árbol de Washington no cayeron los frutos esperados; y el crecimiento económico- en algunos casos inexistente- no trajo consigo la prosperidad prometida. El nuevo milenio comenzaba convulso, y tras Seattle y el Foro Social de Porto Alegre se sucedieron una serie de acontecimientos que harían tambalearse el continente. El corralito argentino, las masivas movilizaciones en Bolivia y Ecuador, o el golpe de estado fallido en Venezuela son algunos de los ejemplos más representativos. En Bolivia circularon cinco presidentes de 2001 a 2005, en Ecuador siete en apenas diez años (1997-2006); y la región entera se encontraba envuelta en un clima creciente de descontento y crispación.
El péndulo de Polanyi había comenzado a moverse, y tras el avance imparable del mercado en la década de los 90, las sociedades del hemisferio sur comenzaban a reaccionar y a plantarse ante sus gobiernos. Es en este contexto en el que aparecen los gobiernos de la denominada “década ganada” de la izquierda latinoamericana. Aupados por una amplia movilización generada por el rechazo a las políticas neoliberales de los 90, las victorias de líderes como Lula, Evo Morales, Néstor Kirchner, Rafael Correa o Fernando Lugo se fueron sucediendo, y en apenas unos años la región, con contadas excepciones, se encontraba gobernada bajo opciones progresistas.
Las diferencias entre estos gobiernos, tanto en el tono como en su praxis política, eran notables, pero todos compartían una serie de metas, entre las que figuraban la reducción de las desigualdades, una mayor integración regional y poner freno al expolio de sus recursos naturales a manos de compañías extranjeras. Los resultados fueron dispares, y a pesar de que se acometieron reformas importantes y se logró sacar a millones de personas de la pobreza, no se consiguió atajar uno de los problemas que había asolado a la región durante décadas: la dependencia de los recursos naturales.
Se había pasado del Consenso de Washington al Consenso de las Commodities. En un contexto de alza de precios de las materias primas en los mercados internacionales, los gobiernos de Morales, Correa y compañía nacionalizaron sectores como el petróleo o la minería, y durante los años de bonanza emprendieron ambiciosos programas sociales que beneficiaron a amplísimas capas de la población. Pero, a pesar de los logros obtenidos en primera instancia, esta dependencia les acabó pasando factura, y con la caída de los precios de las materias primas a partir de 2014 la situación económica comenzó a empeorar gravemente.
El modelo extractivista exportador demostró sus límites, y los grandes proyectos de la izquierda latinoamericana pronto se vieron ahogados entre las disputas internas, un contexto económico complicado y una oposición cada vez más beligerante. El “Consenso de las Commodities” se había agotado y el neoliberalismo parecía predestinado a volver a reinar en el continente. Sin embargo, las cosas no parecen estar tan claras a día de hoy.
¿HACIA DONDE VA LATINOAMÉRICA?
Desde hace unos años Latinoamérica atraviesa de nuevo un periodo convulso. Tras el derrumbe de los precios de las Commodities y el consiguiente empeoramiento de la situación económica de la región, la derecha comenzó una ofensiva que amenazaba con instalar una nueva hegemonía neoliberal y revertir todos los procesos iniciados en la década anterior. Con las victorias de Macri, Piñera, Bolsonaro e Iván Duque, la conversión de Lenin Moreno (ex vicepresidente de Correa) y la formación del Grupo de Lima, alineado con Trump y en clara oposición contra UNASUR, todo parecía indicar que el continente caminaba inexorablemente hacia una década ganada de la derecha neoliberal.
Sin embargo, la victoria de Alberto Fernández contra Macri y las protestas que estallaron a finales de 2019 en Chile, Colombia y Ecuador han sacudido los cimientos del grupo de Lima. Estos hechos no significan que a corto plazo sea factible una nueva hegemonía de la izquierda en la región- nada más lejos de la realidad- pero sí suponen un revés para el proyecto que aspiraba a dominar cómodamente la región al menos durante la próxima década. Mientras que la victoria de Alberto entraba dentro de lo esperable tras el desastroso mandato de Macri, pocos podían imaginarse el estallido social quasi simultáneo en Ecuador, Chile y Colombia.
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De nuevo el péndulo de Polanyi. Allí donde más asentados parecían los llamados a ser los nuevos líderes del continente, las sociedades se levantaron ante un mercado que no dejaba de comerles terreno. Las protestas no fueron concluyentes y ninguno de los tres presidentes fueron removidos de sus cargos, pero las movilizaciones mostraron la oposición de una población que no está dispuesta a cargar con el coste social de las reformas neoliberales.
Un panorama que refleja una región que gira a la derecha, pero donde ésta no acaba de implantar su hegemonía con la contundencia con que lo hiciera la izquierda hace tan solo unos años. De hecho, desde que se formara el Grupo de Lima, acontecimiento fundacional de los nuevos vientos en el continente, varios personajes importantes se han caído de la foto. La llegada de López Obrador al poder, partidario de la mediación internacional en Venezuela, fue el primer varapalo para los limeños, que han perdido otros bastiones importantes tras la derrota de Macri ante Fernández y la creciente incertidumbre política en Perú desde que Vizcarra asumiera el poder y ordenara la disolución del congreso unos meses más tarde.
Lo curioso de este Grupo de Lima, que nació con la única misión de desalojar a Maduro del poder aumentando la presión internacional sobre el gobierno venezolano, es que ha demostrado una capacidad de resistencia mucho menor que su archienemigo bolivariano. Apenas tres años después de su creación, buena parte de sus padres fundadores se encuentran en entredicho en sus propios países o incluso han tenido que abandonar el poder; mientras que el chavismo, a pesar de la crisis humanitaria y el bloqueo internacional, continúa en el Palacio de Miraflores.
UN CONTINENTE EN DISPUTA, UNA HEGEMONÍA EN ENTREDICHO
Si bien la izquierda latinoamericana ha experimentado un retroceso estrepitoso respecto a su situación hace quince años, la derecha no ha conseguido convertir su proyecto en hegemónico, entendiendo hegemonía desde la óptica gramsciana, como dirección política, intelectual y moral.
Hoy Latinoamérica se encuentra más en disputa que nunca, y a las resistencias de las poblaciones al recetario neoliberal, hay que añadir una reacción ultraconservadora en antiguos feudos de la izquierda. La victoria de Bolsonaro en Brasil y el golpe de estado en Bolivia son los máximos exponentes de una oleada reaccionara que se ha extendido por varios puntos clave de la región.
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La toma de posesión de Jeanine Añez, Biblia en mano y rodeada de militares, representa a la perfección el carácter de esta ola reaccionaria, cuyo ascenso coincide con el aumento del peso de la iglesia evangélica en el continente. En los últimos meses, multitud de analistas han dedicado trabajos académicos y periodísticos a reflexionar sobre las causas que explican el crecimiento de la iglesia evangélica. En un momento de fuga permanente de católicos, a pesar de contar con el primer Papa originario del hemisferio sur, la influencia de los evangélicos en la vida social de la región aumenta exponencialmente y sus conexiones políticas con parte de la nueva extrema derecha latinoamericana, les convierte en una fuerza en absoluto desdeñable.
La cohesión ideológica, los lazos con los sectores más conservadores de las clases medias y altas o la existencia de reglas menos rígidas para ordenarse sacerdote son algunos de los factores que se han señalado habitualmente para explicar la amplia difusión de esta doctrina en los últimos tiempos. Sin embargo, otros autores han hecho hincapié en la conjunción de una serie de variables socioeconómicas que han dejado un terreno fértil para la expansión de la fe evangélica en la región. Estos autores sitúan la crisis económica y el debilitamiento de los lazos familiares tradicionales en la década del 80 como punto de partida de esta fulgurante expansión; un proceso que se ha visto acelerado durante en los últimos años con el avance de la agenda de los derechos sexuales y reproductivos y la reciente crisis económica que golpeó al continente.
Las iglesias evangélicas han conseguido ofrecer un refugio a muchas personas en un mundo cada vez más desprovisto de lazos sociales y comunitarios. Su participación en muchas de las plataformas que lideran la oposición al reconocimiento de los derechos reproductivos y sexuales, y de la comunidad LGTBI les ha hecho ganar apoyo entre los sectores más conservadores de la sociedad. Lo que, unido a una buena relación con ciertas élites, y una implantación cada vez mayor entre las capas más desfavorecidas de la población, ha disparado su peso político hasta niveles inimaginables hace unos años. De ser residuales a que una pastora evangélica ocupe el Ministerio de Familia del país más poblado del continente (Damares Alves en Brasil).
Como ya advertía Polanyi, a las medidas autoprotectoras impulsadas por las sociedades, les suelen suceder contraataques aún más fuertes de quienes se oponen a estas mejoras. El auge del neoliberalismo tanto en Europa como en América Latina en los 80 y en los 90 es buen ejemplo de esta lógica que hoy se torna más oscura que nunca. El golpe de estado ejecutado contra el gobierno de Evo Morales o la hoja de ruta puesta en práctica hasta el momento por el gobierno de Jair Bolsonaro son dos ejemplos del peligro de esta reacción, que aúna un neoliberalismo exacerbado y una política regresiva e involucionista en materia social.
La militarización del estado de derecho orquestada por el nuevo ejecutivo brasileño, el desprecio por los derechos humanos que día a día manifiesta su nuevo presidente, o los actos de violencia perpetrados contra los pueblos originarios en Bolivia tras el golpe y la autoproclamación de Añez, son las consecuencias de una reacción que puede poner en peligro los progresos alcanzados en la última década en materia de derechos sociales, culturales y reproductivos.
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La conclusión es que América Latina se encuentra en el momento de mayor incertidumbre de las últimas décadas. Tras el Consenso de Washington y el Consenso de las Commodities, la región se encuentra en un terreno pantanoso en el que ninguno de los proyectos gobernantes parece capaz de imponer una dirección política, intelectual y moral al resto del continente. A una izquierda en crisis absoluta y un proyecto neoliberal al que se le han descubierto más grietas de las que cabía imaginar, se añade una reacción ultra alineada con Donald Trump y los sectores más conservadores de la región.
A este cóctel hay que sumarle la irrupción de una crisis sanitaria que amenaza con causar estragos entre los sectores más vulnerables del continente. Las repercusiones que tenga en el futuro político de la región son todavía una incógnita, pero sin duda, su gestión supone un reto inmenso para los gobiernos latinoamericanos, y su impacto, marcará el debate público en los próximos meses en lo relativo a cuestiones como el acceso a la cobertura sanitaria o el rol del estado en materia social y económica.
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