Escrito por Alberto García.
“Tenía 16 años. Una tarde, después de trabajar en el campo, cogí el camino de vuelta a casa. Tres soldados japoneses me cortaron el paso y, a golpes, me forzaron a ir con ellos”, así comenzó el calvario de Hilaria Bustamante, una mujer filipina que en 2018 a sus 92 años contó su testimonio a Ismael Arana, periodista de La Vanguardia. “De día, teníamos que lavar su ropa, limpiar y cocinar para ellos. De noche, venían a violarnos. No había escapatoria”. Situación que tuvo que soportar durante 15 meses.
Lee Ok-seon, natural de Busan, actual ciudad de Corea del Sur, estaba haciendo unos recados para sus padres cuando un grupo de uniformados japoneses salieron de un coche, la asaltaron y la metieron en el vehículo. Lee tenía tan solo 14 años cuando fue llevada a una de las denominadas “estaciones de confort”, en la China ocupada por los japoneses. Allí se convirtió en una de las miles de mujeres sometidas a la prostitución por ejército imperial japonés entre 1932 y 1945.
Hilaria y Lee fueron lo que se denominó con el eufemismo de “mujeres de consuelo” para referirse a las esclavas sexuales que el ejército imperial japonés utilizó entre 1932 y 1945 para satisfacer los deseos sexuales de sus soldados, tanto en los países ocupados como en Japón. Se desconoce la cifra exacta de mujeres que fueron convertidas en esclavas sexuales pero hay consenso entre los historiadores en torno a la cifra de 200.000.
Los registros son escasos, y cada vez quedan menos testimonios debido a la avanzada edad que las mujeres tienen en la actualidad. Además, muchas de ellas ni siquiera sobrevivieron a la guerra, se estima que un 90% murió. Y las que lo hicieron tardaron bastante tiempo en quitarse un sentimiento de vergüenza acrecentado por el machismo de la sociedad que les hizo sentirse culpables y avergonzadas por lo que habían vivido, lo que les llevó a guardar silencio durante décadas.
Los primeros burdeles militares del ejército japonés datan de 1932, pero no se expandieron hasta después de 1937. El 13 de diciembre de aquel año tuvo lugar en la ciudad china de Nanking uno de los episodios más oscuros de la ocupación japonesa. Las tropas imperiales asesinaron brutalmente a miles de soldados y civiles y abusaron sexualmente de entre 20.000 y 80.000 mujeres chinas. Este hecho se conoce como la Violación de Nanking. Las violaciones masivas estremecieron al mundo por lo que las autoridades japonesas, preocupadas por la imagen del país, optaron por ocultarlas mediante la construcción de nuevos prostíbulos militares, también llamados “centros de solaz” o “estaciones de consuelo”. Con la expansión de la red de prostíbulos también buscaron garantizar un núcleo fijo de mujeres aisladas para así reducir las enfermedades de transmisión sexual.
Las mujeres procedían fundamentalmente del sudeste asiático ocupado por Japón, sobre todo de China, Corea y Filipinas. En algunos casos eran engañadas bajo la excusa de contratos de trabajo, por ejemplo, de sirvientas. En otros, directamente eran detenidas en la calle. El perfil de la mayor parte de las esclavizadas es el de una mujer proveniente de una zona rural pobre y de menos de 20 años, algunas incluso fueron secuestradas con tan solo 12 años, y sin experiencia sexual.
El ejército nipón solía recurrir a métodos extremadamente violentos para “reclutarlas”. Un informe de Amnistía Internacional publicado en 2005 recoge la historia de Narcisa Claveria, una mujer filipina que por entonces tenía 74 años. Claveria relató que presenció como torturaban a su padre, violaban a su madre y asesinaron a bayonetazos a sus hermanos, antes de llevársela a un cuartel situado a tres kilómetros de su casa.
Un testimonio paradigmático de lo que sucedió es el de Kim Bok Dong, recogido por el canal de Youtube Asian. Esta mujer de la ciudad de Yangsan (Corea del Sur), fue “reclutada” a sus 14 años cuando varios soldados japoneses les dijeron a sus padres que debían llevársela a una fábrica de uniformes ante la falta de empleados. De no hacerlo, les amenazaron con exiliarles de Corea. Primero fue llevada al puerto de Busán, donde se reunió con una treintena de mujeres más, con edades de entre 18 y 20 años. Desde allí un barco les trasladó a Taiwán, donde esperaron un segundo barco que les llevó a la ciudad china de Cantón, donde nada más bajar del barco fueron sometidas a una revisión médica y encerradas en la “estación de consuelo”.
“La primera vez me arrastraron a uno de los cuartos y me golpearon un poco. Así tuve que obedecer (…) Cuando el hombre terminó estaba sangrando porque era mi primera vez. La sabana estaba empapada de sangre”, recordó Kim Bok Dong, que poco tiempo después intentó suicidarse junto a dos chicas más, mediante el consumo excesivo de vino Kaoliang, un alcohol extremadamente fuerte que consiguieron dando el poco dinero que llevaba encima a una mujer que limpiaba las instalaciones. Cayeron inconscientes al borde de la muerte, pero las encontraron y el personal médico les hizo un lavado de estómago.
“Los sábados empezaba desde el mediodía hasta las seis de la tarde. Formaban filas. Era uno detrás de otro (…) Lo hice tantas veces en un día que perdí la cuenta (…) Los domingos empezaba desde las ocho de la mañana hasta las cinco de la tarde”, contó la mujer surcoreana. Al finalizar el día, los médicos procedían a administrarle medicamentos y curarle las heridas para que pudiera seguir al día siguiente.
Tiempo después fue trasladada a Hong Kong, Malasia, Indonesia y Singapur. En esta última ciudad vivió la rendición de Japón en la Segunda Guerra Mundial. Para ocultar las “estaciones de consuelo” los soldados japoneses llevaron a las esclavas sexuales a los hospitales militares para que trabajaran como enfermeras. Después de desempeñarse un año como enfermera y de la rendición del destacamento nipón en Singapur, Kim Bok Dong fue puesta en libertad y regresó a Corea donde se reunió con sus padres.
Regresó con 21 años después de haber sido esclavizada sexualmente durante ocho años. Al principio decidió no contarle nada a su familia. A su madre simplemente le dijo que no quería casarse, pero tras ser presionada por su progenitora terminó por contar el horror que había vivido aquellos años. Su madre, que falleció de un paro cardiaco inmediatamente, fue la única persona a la que se lo contó hasta que cumplió 60 años y decidió hacer público su testimonio. “Estaba enfadada y resentida. Pensé que las cosas solo podrían resolverse si decía la verdad”.
Una situación extrema de la que era imposible huir
Las mujeres estaban muy vigiladas y muchas nunca recibieron autorización para abandonar los “centros de solaz”, que además solían estar rodeados de alambre de espino. Huir era prácticamente imposible y de haberlo conseguido no tenían a dónde ir pues estaban en países extranjeros cuya lengua no hablaban, no tenían dinero y además eran zonas de guerra.
Estaban obligadas a mantener relaciones sexuales con 50 soldados al día, por lo que no podían sentarse, dormir u orinar sin sentir dolor. Algunas eran violadas por grupos de soldados y otras permanecían recluidas como esclavas personales de oficiales de alto rango. Estaban obligadas a “trabajar” incluso si se quedaban embarazadas y durante la menstruación.
“No hubo descanso. Tenían sexo conmigo cada minuto”, contó María Rosa Henson, una mujer filipina obligada a prostituirse en 1943, a Deutsche Welle. Las violaciones multitudinarias eran diarias, y con mayor intensidad antes de las batallas.
“Algunos soldados eran buenos; otros eran perversos. Algunos me daban patadas y puñetazos en la cara. Me daban patadas en la vagina y, cuando me negaba a servir a los soldados, me pegaba mi jefe. Trabajaba de nueve de la mañana a cuatro de la tarde “sirviendo” a soldados. Siempre había una cola muy larga. Los soldados que esperaban gritaban “haiyaku, haiyaku”, que significa “rápido, rápido”. El segundo turno comenzaba a las cinco de la tarde y terminaba a las ocho de la mañana. Este turno estaba reservado para oficiales de algo rango que pagaban más y que podían pasar la noche con mujeres. (…) Tenía dolores fortísimos todo el tiempo; sentía como fuego en la vagina”, relató Choi Gap-soon, una mujer coreana que también participó en el informe de Amnistía Internacional mencionado, y que fue llevada a Manchuria cuando tenía 14 años, permaneciendo esclavizada durante 12.
Las mujeres estaban expuestas a todo tipo de agresiones en las relaciones sexuales, desde heridas de cuchillo y quemaduras de cigarros a palizas. En muchos casos no recibían tratamiento médico por estas heridas a no ser que fueran un impedimento para poder seguir manteniendo relaciones sexuales.
También se trató de borrar su identidad impidiéndoles hablar su lengua materna y poniéndoles nombres japoneses. La mayoría murió a causa de las enfermedades, los malos tratos y la malnutrición.
Secuelas de por vida
Enfermedades, lesiones físicas y un daño psicológico irreparable son algunas de las secuelas que les quedaron a las mujeres supervivientes secuestradas por el ejército japonés. El ostracismo social fue otra de ellas.
Las normas culturales patriarcales de las sociedades de las que provenían las marcaron como mujeres no “virtuosas” al haber sido violadas, y por lo tanto no aptas para el matrimonio. Además, no siempre eran capaces de tener hijos debido a las lesiones internas causadas por las violaciones masivas y a las ETS contraídas.
A la terrible experiencia vivida se sumaba el rechazo de su familia y amigos. Muchas vivieron el trauma en silencio durante prácticamente toda su vida para evitar el escarnio social. Durante gran parte de su vida las víctimas han vivido con un sentimiento de culpa y vergüenza. “Lo único que hacía era llorar… Mis primas me ayudaron a recuperarme poco a poco. Sentía mucha vergüenza por lo que había ocurrido. Estaba asustada. Si la gente se reía, pensaba que se reía de mí”, contó Lola Belan, superviviente filipina.
El miedo a mantener relaciones con hombres también es común entre estas mujeres, así como la animadversión a tener sexo. Algunas de las que lo intentaron mantuvieron relaciones donde el abuso y la violencia también era la norma.
El primer testimonio público
Aunque la Segunda Guerra Mundial terminó en 1945, el funcionamiento de estos prostíbulos siguió en marcha tiempo después de la victoria aliada. Periodistas de Associated Press descubrieron en el año 2007, gracias a documentos y registros históricos, que la práctica continuó y que soldados estadounidenses acudieron a estos centros durante la ocupación de Japón. Fue en la primavera de 1946 cuando el general Douglas McArthur puso fin a los “centros de solaz”.
Los aliados, a pesar de disponer de información sobre las “estaciones de confort”, no decidieron abordar esta cuestión en el tribunal competente, el Tribunal Militar Internacional para el Lejano Oriente, establecido para juzgar los crímenes de guerra japoneses.
La cuestión cayó en el olvido hasta que aparecieron los primeros libros que abordaron el asunto en la década de los setenta. En 1982, ocho intelectuales de nacionalidad japonesa emitieron una declaración pública en la que instaban al gobierno a que reconociera las injusticias y a que se disculpara ante las víctimas. Dos años después uno de los principales periódicos de Japón se atrevió a tratar por primera vez el tema. Y en 1990, la profesora surcoreana Yun Chung-ok publicó en un periódico un estudio tras 10 años investigando.
La primera mujer en testificar públicamente fue la surcoreana Kim Hak-soon, en agosto de 1991 con 74 años, tras más de 50 años de silencio. Kim Hak-soon explicó que había tomado la decisión porque ya no tenía parientes cercanos vivos que pudieran avergonzarse de su pasado. Su testimonio abrió la puerta a que mujeres de su país y también de otros lugares de Asia empezaran a contar sus casos. En Filipinas, Lola Rosa Henson contó su historia en 1992 en la radio y la televisión nacional, y animó a las supervivientes a dejar atrás el sentimiento de vergüenza y a exigir justicia. Ese mismo año la neerlandesa Jan Ruff O’Herne compareció como testigo en una audiencia pública sobre crímenes de guerra japoneses. Poco a poco más mujeres siguieron sus pasos.
El negacionismo de Japón
Durante décadas Tokio ha rechazado reconocer la existencia de las “mujeres de consuelo”. Su postura es que eran prostitutas por voluntad propia o de la mano de traficantes, pero en cualquier caso algo ajeno al ejército japonés. Además, defendían que cobraban por sus servicios.
En 1993, por primera vez el gobierno japonés reconoció que miles de mujeres asiáticas y también europeas (ciudadanas de las colonias), habían sido esclavizadas sexualmente y pidió perdón por las atrocidades cometidas, en la denominada Declaración Kono. El país nipón reconoció los hechos a regañadientes cuando las pruebas eran irrefutables.
Sin embargo, no fue hasta 2015 que accedió a pagar indemnizaciones a parte de las víctimas, en el marco del acuerdo alcanzado con Corea del Sur. Por entonces se comprometieron a ingresar 8,3 millones de dólares en un fondo de compensación. No obstante, el acuerdo no contentó a las víctimas, a las que ni siquiera se les permitió participar. Cuando el liberal Moon Jae-in llegó a la presidencia de Corea del Sur, canceló el acuerdo, que había sido firmado por su predecesora, la conservadora Park Geun-hye.
Para saber más: Japón y Corea del Sur: Guerra comercial, trabajo forzado y esclavitud sexual.
La primera victoria legal de las mujeres de consuelo surcoreanas llegó el 8 de enero de 2021 cuando un tribunal de Seúl exigió a Japón una indemnización por valor de 75.000 dólares a las mujeres que presentaron la demanda en 2013. Sin embargo, tan solo cinco de las doce que lo hicieron están vivas y además Japón se niega a entregar más indemnizaciones excusándose en el pacto de 2015. En las últimas tres décadas víctimas de varios países han presentado un total de 10 demandas contra Japón, pero ninguna había salido adelante.
Por su parte el gobierno chino ha sido beligerante con Japón por esta cuestión y ha llegado a convertirse en uno de los puntos fundamentales en su relación con el país vecino. En el otro lado está Filipinas, cuyo gobierno, encabezado por Rodrigo Duterte, se ha plegado a las presiones de Tokio e incluso ordenó la retirada de una estatua en honor a las “Lolas”, como se conoce a las “mujeres de consuelo” filipinas. El país asiático ha preferido priorizar la estrecha relación comercial con Tokio, así como no poner en peligro la recepción de fondos en ayuda al desarrollo que percibe de Japón.
“A veces quisiera volver a nacer, reencarnarme en una mujer y tener un hijo y una vida feliz. Siempre que veo que otras personas reciben visitas de sus nietas y nietos, desearía tenerlos yo también, siento envidia de esas personas (…) Me siento sola”, es el testimonio de Lee Ki-sun recogido en 2005. Una de las muchas mujeres que fallecieron sin encontrar consuelo.
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