Leemos últimamente en medios de todo el mundo que la pandemia del coronavirus va a provocar un desaceleramiento o una recesión económica. Esto resulta ser, en el mejor de los casos, una verdad a medias. Existe un paralelismo llamativo entre los efectos del virus sobre el cuerpo humano y sobre la economía: del mismo modo que éste resulta letal en organismos ya mermados previamente por otras patologías, tanto así parece que podría acabar siéndolo para una economía mundial mermada de hace ya tiempo. Me explico: la ‘nueva’ crisis económica que se avecina no es producto de ningún shock externo provocado por una pandemia vírica; más bien, la economía mundial era ya antes de este evento un organismo gravemente debilitado por una enfermedad terminal de larga data: los abrumadores niveles de deuda, tanto pública como privada. La retórica presente en la mayoría de medios de comunicación deja de lado esta cuestión para centrarse de forma casi exclusiva en la paralización de la producción que acarrean las medidas de lucha contra la propagación del virus. Sin duda, la presentación de la misma como una maquinaria que, salvo en algunos aspectos, se encontraba bien engrasada pero que ahora se ve aquejada por la llegada de un virus mortífero se asemeja más al relato bíblico de la plaga de langostas que a la realidad. La crisis en ciernes no será resultado de la pandemia. Más bien, el virus será un mero catalizador: la gota que colme un vaso ya muy lleno.
Desde hace tiempo se viene hablando en medios académicos y prensa especializada sobre la inminencia de un nuevo estallido financiero a causa de las cifras de deuda acumulada. En esos círculos, esto no es un secreto. Sin embargo, tras la llegada de la pandemia vírica y los rumores de una nueva crisis económica, los medios de masas están, en su mayoría, obviando las causas estructurales de la misma y asumiendo la narrativa del “a causa del coronavirus”. Ésta es una cuestión sobre la que, en mi opinión, debería hablarse de manera más explícita y decidida. Y ése es precisamente el objetivo de este artículo.
Según el Instituto de Finanzas Internacionales (IIF), es decir, según el lobby de los grandes bancos, la deuda total –pública y privada– mundial alcanzó a finales de 2019 los 254 billones de dólares, lo que equivale al 322% del PIB mundial. De un modo más gráfico: cada habitante del planeta debe unos 32.500 dólares.
Fuente: Instituto de Finanzas Internacionales (IIF) y Financial Times.
Éste, como ya he dicho más arriba, no es un problema de reciente data. Desde mediados de los años 70, momento en que se produce el colapso del sistema monetario internacional ideado en Bretton Woods y la subida de los precios del petróleo, la tendencia de acumulación de deuda siempre fue al alza. Precisamente, no son pocas las voces que achacan el estallido de la crisis financiera de 2008 a las excesivas cifras de endeudamiento, engordadas durante décadas. Pero desde hace no demasiado tiempo atrás, la situación está volviendo a ser insostenible.
Como todos recordamos, la Unión Europea respondió a la crisis de 2008 desembolsando cifras astronómicas en rescatar a otros bancos. En algunos casos, como el español, estos rescates fueron financiados mediante la emisión de deuda pública. Además, tanto la Reserva Federal como el Banco Central Europeo comenzaron a aplicar políticas de tipos de interés cercanos a cero e incluso negativos, todo ello acompañado por otro tipo de políticas monetarias no convencionales como el Quantitative Easing (QE), consistentes en la compra masiva de activos financieros en los mercados para inyectar liquidez y que, al menos en el caso estadounidense, fueron fuertes y prolongadas en el tiempo. Estas medidas sirvieron para mitigar el problema provisionalmente, pero, sin embargo, todo ello no hizo sino sentar las bases para un agravamiento de la situación en el largo plazo, dejando a la economía mundial en un estado de vulnerabilidad nunca antes visto.
Fuente: Macrotrends
Dos son las razones para pensar que el próximo estallido será aún peor. O tres. La primera de ellas guarda relación con el tipo de economías al que hacemos referencia. Hasta ahora, el endeudamiento masivo había sido un fenómeno predominante en las economías avanzadas. Sí, ha habido excepciones, como la crisis de deuda latinoamericana de los 80 o el famoso corralito en Argentina a principios del milenio, pero, generalmente, éste siempre fue un rasgo típico de los Estados capitalistas avanzados. Ahora, las economías emergentes y en desarrollo también comienzan a sentir el peso del endeudamiento. Según el Banco Mundial, la deuda de estos países alcanzó la cifra récord de 55 billones de dólares en 2018. Desde 1970 ha habido cuatro grandes oleadas de deuda: la de los 80, la de los 90 y la de 2007-2009, coincidente con el último crac. La cuarta y, según la institución, la más voraz, comenzó en 2010. Desde entonces, los países en desarrollo han incrementado sus cifras en un 54%, hasta llegar a presentar, como grupo, una ratio de deuda/PIB del 168%. En el caso de las economías avanzadas, la cifra es del 265%. Además, el análisis establece que la última oleada difiere de las anteriores en tres aspectos: implica la acumulación simultánea de deuda tanto pública como privada, la presencia de nuevos tipos de acreedores –por lo que las consecuencias del estallido se propagarán de manera más fácil y rápida– y además no se limita a una o dos regiones, sino que es generalizada. David Malpass, presidente del organismo, era tajante ya entonces: “la dimensión, la velocidad y la amplitud de la última ola de deuda deberían despertar preocupación en todos nosotros”.
El segundo motivo que hará de la próxima crisis una crisis más profunda tiene que ver con la naturaleza de la deuda acumulada. La Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), conocida como el ‘club de los países ricos’, advertía el año pasado del peligroso incremento en el endeudamiento de las empresas no financieras en las economías avanzadas. Todo ello, avisaban, podría configurarse como un factor de riesgo en caso de darse algún ‘imprevisto’ en la economía mundial. Desde 2008 a 2018, su deuda se había disparado en un 70%. En otras palabras: el problema de la deuda ya no sólo afecta a Estados, sino también a empresas. A la OCDE se sumó, algunos meses más tarde, el Fondo Monetario Internacional (FMI), que en su Global Financial Stability Report de octubre afirmaba que “las empresas en ocho de las mayores economías del mundo siguen asumiendo más deuda, y su capacidad para saldarla está mermando”. La mayor parte de dicha deuda no se está utilizando para renovar el capital fijo –es decir, en la realización de inversiones que sean productivas en el largo plazo–, sino para financiar fusiones y adquisiciones, así como recompras de acciones que sirvan para impulsar artificialmente las cotizaciones en los mercados de valores. El FMI achaca esto a los bajos tipos de interés, que, si bien permitieron amortiguar las consecuencias de la crisis de 2008, también sirvieron para incentivar a los inversores a asumir más riesgos de la cuenta: “las condiciones financieras se han suavizado aún más, ayudando a contener los riesgos a la baja y a apoyar la economía mundial a corto plazo. Pero la relajación de las condiciones financieras tiene un costo: alienta a los inversores a correr más riesgos en la búsqueda de mayores rendimientos, por lo que los riesgos para la estabilidad financiera y el crecimiento siguen siendo elevados en el medio plazo”. La entidad también pone de relieve una cuestión más que interesante: “esta situación plantea un dilema para los encargados de la formulación de políticas. Por un lado, quieren mantener condiciones financieras fáciles para contrarrestar el deterioro de las perspectivas económicas. Por otro, deben protegerse contra una mayor acumulación de vulnerabilidades”.
El tercer factor a tener en cuenta es el más obvio de todos: la economía mundial jamás logró recuperarse del varapalo de 2008. En general, los niveles de inversión desde entonces han sido bajos, el crecimiento de la productividad, otro tanto, y los salarios reales aún se sitúan por debajo de los existentes con anterioridad al estallido de la crisis. Todo ello se refleja en las cifras de crecimiento económico tanto de las economías avanzadas como de las emergentes y en desarrollo, que nunca llegaron a recuperarse desde entonces. Incluso China, que se había erigido como la ‘locomotora’ de la economía mundial desde 2008, con tasas de crecimiento alrededor del 6%, ya mostraba síntomas de estar gripando –tal y como se vio durante la crisis bursátil de 2015–. La guerra comercial con Estados Unidos, además, venía provocando mayores turbulencias. Tanto es así que, ya previamente a la pandemia –a la del virus, me refiero–, en septiembre del año pasado, la OCDE pronosticaba para el 2019 un crecimiento mundial del 2.9% y del 3% para el 2020. “Las tasas de crecimiento anual más débiles desde la crisis financiera, y los riesgos de que se reduzcan siguen aumentando”, decían.
Ahora, la crisis en ciernes se ha hecho patente. El FMI estima que el PIB mundial caerá un 3% en 2020. Será la peor recesión desde 1929, y mucho peor que la crisis de 2008, afirman. Estados Unidos presenta ya casi 30 millones de nuevos parados en un mes y medio. Se han perdido todos los empleos creados desde la crisis de 2008. Goldman Sachs pronostica una caída del 34% en el PIB norteamericano para el segundo trimestre del año, algo no visto desde la Segunda Guerra Mundial. En el Banco Central Europeo se rumorea que el PIB de la Unión se desplomará un 5% este año. Para ponernos en contexto, la caída en 2009 fue del 4.4%.
Y, adivinen: la receta para ‘amortiguar’ sus efectos es… más deuda. A principios de marzo, el FMI ofreció una línea de crédito por un valor total de 50.000 millones de dólares a los países que lo requieran. La Unión Europea, por su parte, también anunció lo propio, por un valor de hasta 240.000 millones de euros. En Estados Unidos, Trump presentó a finales de marzo el paquete de ‘estímulo’ económico más grande en la historia del país: 2 billones de dólares en préstamos a empresas. Recientemente, el Tesoro norteamericano llegó a un acuerdo con el Congreso para lanzar otro nuevo paquete por valor de 484.000 millones de dólares, lo que evidencia la insuficiencia del anterior. Todo esto sin que aún se haya producido el rescate a las ya sobreendeudadas empresas del sector petrolero que prometió Trump tras el peligrosísimo descalabro de los precios del crudo.
Sin duda, la gran pregunta que creo se nos viene a muchos a la cabeza es: ¿por qué se sigue emitiendo deuda, si, más que una solución, resulta siendo un problema? Es como huir de un león que te persigue sin darte cuenta de que, en la dirección hacia la que lo haces, hay un abismo.
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