La guerra de Ucrania se ha convertido en el gran acontecimiento de la política internacional. Dentro de los millones de personas que siguen el conflicto hay un grupo especialmente interesado: los militares y gobiernos europeos. La invasión rusa a gran escala ha puesto de relieve una realidad que hasta hace un año y medio casi nadie quería ver: los ejércitos europeos están desarmados y no están preparados para una guerra convencional de alta intensidad. En los estados mayores y en las capitales del continente toman nota de lo que está ocurriendo en territorio ucraniano y se preguntan qué lecciones pueden extraer para que sus fuerzas armadas vuelvan a ser de las más preparadas del mundo.
Los dividendos de la paz
Hay que preguntarse cómo han llegado los ejércitos europeos a esta precaria situación. Para contestar a esta cuestión es necesario mencionar dos grandes eventos de la historia reciente: el fin de la Guerra Fría y los atentados del 11-S y la subsiguiente guerra contra el terror iniciada por Estados Unidos bajo el mandato de George W. Bush.
Al acabar la Guerra Fría, el riesgo de una contienda convencional en Europa disminuyó. Con la Unión Soviética y el Pacto de Varsovia disueltos, los gobiernos europeos difícilmente podían justificar un gasto militar elevado ante su electorado, ya que la principal amenaza a la que tenían que hacer frente había desaparecido.
Como consecuencia se originó un fenómeno conocido como el cobro de los “dividendos de la paz”. Este suceso se puede resumir como el proceso de desarme que los países occidentales llevaron a cabo una vez finalizó la Guerra Fría: unidades enteras fueron disueltas, se cerraron bases e instalaciones militares, se redujo el tamaño de los ejércitos, se rebajó de forma considerable el número de sistemas de armas disponibles y las reservas de municiones y se produjo una drástica reducción en los presupuestos de defensa. Esta dinámica provocó una caída importante de la capacidad productiva de la industria de defensa europea al desplomarse la demanda.
Los atentados del 11-S y la guerra contra el terror demostraron a Europa que había surgido una nueva amenaza, pero esta no tenía nada que ver con la que suponía el Pacto de Varsovia liderado por una potencia militar como la Unión Soviética. Los ejércitos occidentales no se vieron involucrados en grandes guerras convencionales ya que el nuevo enemigo luchaba siguiendo una doctrina asimétrica. Las fuerzas insurgentes de Irak o Afganistán –por poner dos ejemplos paradigmáticos– estaban ligeramente equipadas, eran muy inferiores en recursos y tecnología y empleaban tácticas de insurgencia, evitando a toda costa un enfrentamiento a campo abierto.
En las mentes de los gobernantes europeos este era el futuro de la guerra. Para este tipo de enfrentamientos no era necesario contar con un ejército numeroso equipado con abundante material pesado. Se llegó a la conclusión de que las nuevas contiendas bélicas serían de corte asimétrico y que las grandes unidades pesadas –tales como divisiones y brigadas acorazadas y mecanizadas– eran cosa del pasado. Para Occidente, el futuro eran los ejércitos pequeños, versátiles, proyectables, profesionales y tecnológicamente avanzados.
Siguiendo con esta idea, se pueden poner algunos ejemplos que evidencian el nivel de desarme que experimentó Europa. A inicios de la década de 2020, Países Bajos había vendido toda su flota de carros de combate, Dinamarca había disuelto su flota submarina y el Bundeswehr alemán había pasado de contar con 500.000 soldados y miles de carros de combate a tener menos de 200.000 efectivos y alrededor de 300 carros.
Ucrania: de vuelta a la guerra convencional
La invasión rusa de Ucrania sorprendió a los países europeos y los estrategas militares y políticos observaron con estupor que la forma de hacer la guerra, al menos en esencia, no había cambiado tanto.
Si bien se han introducido nuevos sistemas –como los drones–, tecnologías y tácticas, un análisis más exhaustivo demuestra que el conflicto bélico en Ucrania está presentando los rasgos típicos de una guerra convencional: ofensivas mecanizadas que emplean unidades acorazadas como punta de lanza, uso intensivo de artillería, bombardeos en alfombra, encarnizado combate urbano, defensas en profundidad con extensas redes de trincheras y campos de minas, defensas móviles y un largo etcétera.
Asimismo, la guerra de Ucrania pone de relieve que las fórmulas mágicas y las “armas milagrosas”, a ojos del que escribe estas líneas, no existen. En definitiva, las guerras siguen requiriendo unidades pesadas, un gran número de recursos y cientos de miles de “botas sobre el terreno”.
Parece ser que los gobiernos europeos comparten la opinión manifestada anteriormente, ya que un gran número de ellos anunciaron rápidamente un incremento en los presupuestos de defensa –como los 100.000 millones de euros aprobados por el canciller alemán Olaf Scholz– al ser conscientes de que sus ejércitos no serían capaces de soportar una guerra de alta intensidad. Los líderes castrenses en el continente también estudian las conclusiones que se pueden extraer de la contienda que permitan optimizar sus fuerzas militares. Estas lecciones se pueden englobar en cuatro grandes bloques.
En primer lugar, las llanuras de Ucrania evidencian que los ejércitos pequeños y proyectables pueden ser apropiados para una guerra asimétrica o para actuar como fuerzas expedicionarias, pero son insuficientes para una guerra convencional. Ningún país europeo habría sido capaz de soportar el ritmo de bajas que han sufrido los rusos o los propios ucranianos. Entre ambos bandos ya se acercan a los 500.000 soldados muertos o heridos, según la inteligencia estadounidense, una cifra que supera ampliamente el tamaño de cualquier ejército europeo.
Por tanto, el número importa y si Europa desea volver a la primera línea en cuanto a poder militar se refiere, los decisores deberían asumir la realidad: una guerra convencional no se gana con un par de brigadas; se vence con unas fuerzas armadas de cientos de miles de soldados y una población movilizada.
En segundo lugar, los ejércitos europeos han mantenido unas reservas mínimas de munición, lo justo para realizar un número imprescindible de maniobras que permitieran a las unidades mantener los niveles básicos de preparación. Estas reservas apenas dan para unos días de combates. Si algo ha enseñado Ucrania es que la munición se consume muy rápido y en cantidades industriales. En este contexto, los ejércitos europeos deberían aumentar sus reservas de munición si quieren poder hacer frente a grandes conflictos bélicos que puedan estallar en un futuro.
En tercer lugar, en Europa se ha apostado por la máxima de “poco material de mucha calidad”. De este modo, muchos países han optado por reducir drásticamente la cantidad de sistemas disponibles, pero estos cada vez son más sofisticados y caros. Al igual que ocurría con las bajas humanas, ningún ejército europeo sería capaz de soportar las pérdidas de material que Ucrania o Rusia han experimentado durante la guerra. Hasta agosto de 2023, según se reporta, los ucranianos han perdido más de 4.200 piezas de equipo pesado y los rusos más de 11.700. La tercera lección que se extrae es que la guerra convencional sigue requiriendo de un gran número de sistemas ya que las pérdidas de material son abundantes.
A raíz de la segunda y tercera lección se puede extraer una cuarta: los países europeos necesitarían aumentar la producción industrial si buscan abastecer a sus ejércitos con los recursos necesarios. Para ello, sería imprescindible una importante inversión económica en defensa que se sostenga a lo largo del tiempo y que permita a la industria europea incrementar su capacidad de producción.
Polonia, el alumno aventajado
Existe un Estado europeo que aparentemente ha aprendido las lecciones anteriores sin necesidad de enfrentar una guerra: Polonia. Comparte frontera con Bielorrusia y con Rusia –debido al control que ejerce Moscú sobre Kaliningrado–, dos países considerados como hostiles, así como con Ucrania.
Con su delicada situación geopolítica, Varsovia inició un proceso de rearme masivo en 2021 y ambiciona convertirse en la mayor potencia militar terrestre de Europa. Este plan ha tenido su impulso definitivo con el estallido de la guerra de Ucrania y, sin duda, las autoridades polacas han tomado buena nota de lo que está ocurriendo tan cerca de su territorio.
Para empezar, las fuerzas polacas pasarán de tener 110.000 efectivos a 250.000 soldados y las fuerzas de defensa territorial pasarán de 32.000 a 50.000 efectivos. Se incrementará el tamaño de la reserva, se simplificará el sistema de reclutamiento y se ofrecerán incentivos para los ciudadanos que realicen el servicio militar voluntario de hasta 11 meses de duración.
A su vez, Polonia ha lanzado un ambicioso plan de adquisiciones que llevará al país del águila blanca a tener las fuerzas terrestres más imponentes de Europa. 1.500 carros de combate, cientos de lanzacohetes múltiples y piezas de artillería autopropulsada, más de 1.400 vehículos de combate de infantería o 32 cazas de quinta generación F-35 son solo algunas de las compras que convertirán a Polonia en una de las grandes potencias militares del continente. Estas adquisiciones irán acompañadas de un incremento considerable del presupuesto de defensa, que ya se acerca al 4% del PIB, el doble del mínimo que establece la OTAN.
Si vis pacem, para bellum
La guerra de Ucrania ha puesto de manifiesto las grandes carencias de los ejércitos europeos y que las guerras convencionales en el continente no son cosa de los libros de historia. Los países europeos están reconstruyendo los ejércitos que se han dedicado a desmontar durante las últimas tres décadas.
El realineamiento europeo con la OTAN, junto con el deseo estadounidense de enfocar sus recursos en contener a China, ha provocado que la Unión Europea se vea en la obligación de aumentar sus capacidades militares para disuadir a Rusia. Sin embargo, queda por ver si hay la voluntad política para de verdad poner los recursos necesarios destinados a desarrollar unas fuerzas armadas competentes, sobre todo teniendo en cuenta la ausencia de una política exterior y de defensa coordinada.
En cualquier caso, parece que la pausa estratégica que se dio al acabar la Guerra Fría ha terminado y los gobiernos europeos han recordado el viejo proverbio romano: si vis pacem, para bellum.
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