Por Marc Morató.
Desde el estallido de la Revolución en 1979, la teocracia iraní ha buscado aliados en la región que le permitieran romper el cordón sanitario establecido a su alrededor. En ocasiones ha mantenido relaciones basadas en el pragmatismo (el caso de Armenia) y en otras han primado connotaciones ideológicas (el caso de Hezbolá en el Líbano). Afganistán, país vecino con el que comparte 936 kilómetros de frontera, que posee una comunidad chiita relevante (los hazara) y una importante minoría de habla persa (los tayikos), ha sido valorado desde el idealismo al pragmatismo.
Antes de adentrarnos en la política iraní en Afganistán, es conveniente señalar un par de características de su complejo sistema decisorio. Aunque hay elecciones a la presidencia y al parlamento (majles), la cámara de representantes religiosos tiene la potestad de impugnar los candidatos electorales del resto de comicios y elegir al Líder Supremo (Rahbar), quien puede vetar aquellas decisiones del presidente que contravengan los principios de la Revolución. Además existen dos ejércitos, el regular y la Guardia Revolucionaria (Sepah), creada esta última para proteger la Revolución y que en la actualidad tiene el control de los recursos económicos más vitales del país.
La retirada soviética de Afganistán en 1989 permitió a la aislada República Islámica de Irán adquirir una cierta relevancia entre algunos de los muyahidín más importantes del oeste del país. Qasem Soleimani (1957-2020), entonces un prometedor comandante del Sepah, apostó por no invertir únicamente en sus correligionarios afganos sino en extender su alianza al partido tayiko Jamiat-e Eslami y más particularmente al señor de la guerra Ismail Han, cuyo feudo en Herat hace frontera con Irán.
El grupo talibán, cuyo carácter marcadamente sectario sunita y apoyado decisivamente por Pakistán en la guerra civil afgana[1], se enemistó con los patrocinados por Irán y provocó un éxodo de 1,5 millones de refugiados a su país tras la caída de Kabul en 1996. El presidente iraní Jatami, de perfil liberal, trató de mantener un perfil bajo ante el cambio de rumbo en Afganistán, sin embargo el asesinato de 9 diplomáticos iranís en 1998 por los talibán le obligaron a alinearse con los sectores más intransigentes de Irán, amenazando incluso con una invasión al emirato talibán.
El anuncio norteamericano de invadir Afganistán en 2001 levantó no pocas suspicacias en el entorno del Líder Jamenei, quien repetiría en muchas ocasiones que el grupo talibán no era otra cosa que un títere de EEUU con el que poder amenazar las fronteras iranís. Las autoridades iranís se negaron a facilitar la invasión, sin embargo tras la caída del emirato talibán hubo un claro consenso entre las distintas familias del régimen sobre la conveniencia de apuntalar al nuevo gobierno afgano.
Los acuerdos de Bonn sellaron el destino político del país y la naturaleza de la intervención persa pues, con la intención de facilitar cuanto antes el retorno de refugiados y de tener un presidente amigable en Kabul que pudiera atemperar el militarismo estadounidense, convencieron a sus protegidos tayikos y hazara de la necesidad de apoyar la elección de Hamid Karzai, un pashtún como lo fueron los talibán, a la presidencia afgana.
Cuatro cuestiones inquietaban particularmente a las autoridades de Teherán y han determinado hasta día la estrategia política hacia su vecino:
1/ Las relaciones Kabul-Washington. El establecimiento de bases militares norteamericanas por todo el país centroasiático y las negociaciones entre éstas y el gobierno electo afgano para extenderlas en el tiempo han generado mucha inquietud en Irán. Dada su limitación pecuniaria en comparación con EEUU e incluso Pakistán, los persas han centrado sus inversiones económicas en la provincia tayika de Herat: para 2006 unas 2.000 empresas se habían desplazado al país bajo unos acuerdos bilaterales de comercio de 1,5 billones de dólares y precedidos por donaciones de 670 millones para la reconstrucción.[2] Con el fin de tener un parlamento afgano amistoso, también recurrieron a asignaciones económicas (al presidente Karzai en 2010 le dieron un millón de dólares para gastos anuales). Y si esto no funcionaba, presidentes como Ahmadinejad recurrieron en alguna ocasión a bloquear el suministro de petróleo, creando así una situación de desabastecimiento entre afganos y estadounidenses.
2/ Terrorismo transnacional. Aunque el estado iraní se autodefine como chiita, enfrentado así a grupos armados como Al Qaeda o los mismos talibán, en su frontera oriental la amenaza más sensible a su seguridad la constituyen organizaciones del pueblo baluchi como Jundallah. El riesgo a una escisión de la provincia de Baluchistán, que posee una gran cantidad de materias primas, llevó a Irán a presionar a los talibán por ser anfitriones de Jundallah. Tras la invasión norteamericana y el incremento de las actividades del grupo armado baluchi, unidades de la Guardia Revolucionaria habrían empezado a colaborar con suministros de armas a la guerrilla talibán que, a cambio, habría expulsado a Jundallah de su santuario afgano. En 2010 los iranís aunaron fuerzas con los servicios de inteligencia pakistaní y capturaron a Abdulmalek Rigi, líder de Jundallah, quien antes de morir habría “confesado” tener el apoyo norteamericano. Su ejecución no detendría nuevos atentados en la provincia de Baluchistán.
3/ El tráfico de drogas. Tras años de guerra civil, el opio se convirtió en el único producto rentable para cultivar en el sur de Afganistán, cuyos cuantiosos beneficios incentivaron tanto el apoyo de los señores de la guerra como de los puritanos talibán; y cuya producción se disparó tras la invasión norteamericana.[3] Puesto que Irán es una de las vías de acceso predilecta a los drogodependientes de Occidente, el opio inundó los mercados persas y generó un problema social de primera magnitud con 3 millones de consumidores en el país. Este negocio beneficiaba a mafias locales y a grupos como Jundallah, mientras hacía aumentar la xenofobia contra los refugiados afganos. En la primera década del siglo XXI, esta cuestión generó una autentica respuesta militar iraní: construyeron un gran muro en la frontera e iniciaron una guerra que costó la vida a 15.000 personas.
4/ La gestión del agua. Afganistán es el origen de algunos de los ríos más caudalosos que bañan tanto Oriente Medio como el subcontinente indio. El Harirud atraviesa Herat y abastece la ciudad de Mashad, en Irán; mientras que el Helmand recorre la inestable provincia de Farah, de mayoría pashtun, y alimenta los campos del Baluchistán iraní. Mientras en el primer río se han sabido conjurar los problemas mediante extensas inversiones económicas, en el Helmand (y a pesar de un acuerdo intergubernamental en 1973) no han cejado de surgir inconvenientes a raíz de la llegada de EEUU. La construcción de presas eléctricas en el Helmand afgano reduce el caudal que llega a Irán, generando pobres cosechas y el éxodo de sus habitantes.
Los años de Obama antes del JPCOA (2008-2015)
El presidente Bush había procurado mantener unas relaciones fluidas con el gobierno afgano y pasó por alto algunas maniobras pakistanís hostiles. Sin embargo la elección de Obama supuso un distanciamiento norteamericano de sus dos aliados regionales, motivado por el deseo de abandonar la intervención militar. Asimismo, en el nuevo periodo se desplegó una intensa actividad diplomática entre Irán y EEUU que culminaría unos años más tarde en el JPCOA (Joint Comprehensive Plan of Action), o dicho de otro modo, la normalización de las relaciones entre ambos países tras décadas de tensiones.
En la política afgana, la pérdida de confianza internacional en el presidente Karzai motivó al conjunto de la clase política, alarmada ante los planes de retirada estadounidenses, a buscarse nuevos patrocinadores extranjeros. Por ejemplo el tayiko Abdalá Abdalá encontró en el gobierno iraní un buen respaldo. Pero no todo el establishment iraní compartía la estrategia oficial, la Guardia Revolucionaria se sirvió de sus contactos entre los traficantes de drogas en Baluchistán para suministrar armas a relevantes comandantes talibán en Afganistán Occidental, particularmente hostiles a los estadounidenses.[4]
El principal objetivo del Líder Supremo y del conjunto de familias políticas de Irán era sonsacarles concesiones políticas a las fuerzas estadounidenses en repliegue e impedir que legitimaran la perpetuación de sus asentamientos militares en Afganistán. Sin embargo en 2012 la clase política de aquel país accedió a ello con la firma del SPA (Strategic Partnership Agreement). Militares de alto rango como David Petreaus apostaron por una colaboración táctica con Irán, pero las rivalidades impedían que pudiera concretar.
Por entonces la guerra civil siria se veía sacudida por la intervención del grupo libanés Hezbolá, que tenía el apoyo de Irán y que, dado el éxito que tuvo en salvar a Al Assad del desastre, llevó a la Guardia Revolucionaria a ensayar estrategias similares en Afganistán. Autorizaron a los Talibán a establecerse en la ciudad sagrada de Mashad, creando un contrapoder al liderazgo central residente en Pakistán, e irritaron al presidente afgano cuando Qasem Soleimani inspiró la formación de una brigada militar de afganos chiitas (la Fatemiyun) [5] que adquiriera experiencia de combate en Siria. Si EEUU se retiraba de súbito, Irán tendría un plan de contingencia frente a las aspiraciones del resto de vecinos regionales.
En buena medida el aproximamiento a los talibán de la zona fronteriza venía motivado por el deseo iraní de poner coto a las líneas de suministro de droga que atravesaban territorio rebelde y con el objetivo de impedir a los grupos baluchi establecer una alianza con la insurgencia afgana. En 2013 una escisión de Jundallah, Jaish al-Adl, había asesinado a 14 guardias fronterizos iranís, a lo que el gobierno había respondido con ataques a los refugios del grupo en Pakistán y a la intensificación de la represión en la provincia.
Mientras tanto el Mulá Omar, líder histórico del grupo talibán, daba comienzo a un proceso de reflexión por el que se asumía que la guerra no podía ser ganada en el campo de batalla y era preciso realizar concesiones a los norteamericanos para que abandonaran el país. Cuando el Mulá Omar falleció por causas naturales en 2013, tres de sus colaboradores más cercanos (Mulá Mansur, Mulá Ajundzada y Sirajuddin Haqqani) acordaron mantener en secreto su muerte para conservar unido el movimiento talibán, garantizar el apoyo de sus patrocinadores extranjeros y aparentar fortaleza frente a EEUU.
El establishment iraní, que se beneficiaba del statu quo en el país, rechazaba la presencia de EEUU por el perenne temor a un ataque de estos sobre su país y al mismo tiempo abominaba una inminente retirada de EEUU pues eso implicaría la victoria militar talibán y un considerable aumento de la influencia pakistaní. En las elecciones afganas de 2014 el gobierno iraní apoyó económicamente la candidatura del tayiko Abdalá Abdalá, quien acabaría conformando una coalición de gobierno con el pashtún Ashraf Ghani. Tras los comicios afganos y con el fin de presionar a este mismo gobierno para que endureciese su postura con EEUU, Teherán empezó a blanquear la imagen pública de los talibán como grupo de resistencia nacionalista y a amenazar con deportar a cientos de miles de refugiados afganos, cuyo país de origen difícilmente podría asimilar.
La tregua con EEUU (2015-2017)
Aunque las negociaciones por el desarme nuclear de Irán (JPCOA) apenas tuvieron presente los hechos de Afganistán, el apretón de manos entre los representantes persa y estadounidense rebajaron las tensiones sobre el terreno, aliviaron la presión sobre las inversiones económicas iranís en su país vecino (por ejemplo la ampliación del puerto de Chabahar en Baluchistán) y se suspendieron contramedidas como la del FATF (Financial Action Task Force), organización enfocada en la lucha contra los patrocinadores del terrorismo.
Tanto el gobierno iraní como la Guardia Revolucionaria fueron escrupulosos en cuanto al cumplimiento del JPCOA, pero ante la palestra pública siguieron denunciando que el “nocivo” objetivo de los norteamericanos era permanecer indefinidamente en Afganistán; mientras, con su envío de toneladas de petróleo, mantenían en marcha la maquinaria militar estadounidense (así como la precaria economía afgana).
Entonces el gobierno centroasiático daba señales contradictorias, mientras el presidente Ghani se posicionaba públicamente a favor de Arabia Saudita, el ministro Abdalá lo hacía con Teherán. En el cosmos talibán la división también se hizo evidente tras las presiones pakistanís de 2015 para que negociaran la paz (con el posible objetivo de detener el ascenso de los comandantes financiados por la Guardia Revolucionaria). En aquel momento el triunvirato talibán tuvo que hacer pública la muerte del Mulá Omar y la elección oficial como emir de Mulá Mansur. Esto no solo enajenó a Mulá Yaqub, el hijo del emir fallecido, sino que facilitó el traspaso de combatientes al nuevo grupo insurgente afgano, el ISKP (el Daesh de la provincia de Jorasán).
A diferencia de los talibán, que se habían vuelto paulatinamente menos sectarios, el nuevo ISKP era abiertamente hostil a los chiitas y a la Republica de Irán, asociándose a grupos contrarios como Jundallah. Esto llevó a todos los segmentos del poder político persa a “legitimar” las actividades de los talibán (rivales yihadistas del ISKP) y a señalar a esta rama del Daesh como un “títere” creado por los EEUU para justificar su permanencia en el territorio. Además de proporcionar información a los talibán, unidades de la Guardia Revolucionaria habrían podido llegar a participar en la ofensiva de 2016 en el sur de Afganistán con el objetivo último de impedir el establecimiento del ISKP en su frontera.
La concordia llegó al movimiento talibán en mayo de 2016 cuando, regresando de un viaje al Baluchistán iraní, el emir Mulá Mansur fue abatido por la aviación norteamericana. Entonces los dos miembros supervivientes del triunvirato nombraron a Mulá Yaqub jefe adjunto del nuevo emir Ajundzada. Se produjo también un cambio relevante a nivel internacional de la figura del presidente afgano Ghani, quien el 22 de septiembre de 2016 firmó un acuerdo de paz con el señor de la guerra Hekmatiar, beligerante desde la década de los 80, mostrando a los talibán que era posible llegar a un acuerdo sin vencedores ni vencidos.
Los intereses iranís se vieron muy beneficiados por la tregua que el JPCOA dio a sus empresas afincadas en Afganistán (concretamente en Irán) y su influencia sobre buena parte de los actores políticos del país se incrementó. Sin embargo a nivel doméstico se enconaba la lucha entre el presidente Rohani y la Guardia Revolucionaria. Esta última tenía el respaldo del Líder, pero el apoyo popular y la benignidad de Occidente daban al equipo de Rohani capacidad para enfrentarlos y mantener su hoja de ruta en Afganistán.
La guerra de Pompeo y Trump (2017-2020)
La llegada de Donald Trump a la Casa Blanca no alteró inmediatamente las relaciones políticas con Irán, pero el nombramiento de Mike Pompeo como secretario de Estado supuso la retirada del acuerdo JPCOA, la imposición de nuevas sanciones y una oleada de atentados terroristas en territorio iraní. En el este del país la escalada bélica se disparó con un mortífero ataque bomba perpetrado por el grupo baluchi Jaish al-Adl, que costó la vida a 27 miembros del Sepah (13/2/2019), al que siguió el anuncio estadounidense de sanciones específicas a este ejército iraní.
Puesto que Rohani había quedado desacreditado por el fin de la tregua estadounidense, la Guardia Revolucionaria recibió el respaldo del resto de instituciones del Estado. El asesinato de su general más carismático, Qasem Soleimani, generó un resurgimiento del voto conservador que en las siguientes elecciones legislativas otorgaron la presidencia del parlamento a Muhammad Bagher Ghalibaf, un hombre leal al Sepah.
La estrategia de Trump y Pompeo para combatir a Irán consistía por un lado en la imposición de sanciones a los pilares de la economía y la defensa del país, y por el otro a arrebatarles capacidad de influencia en Afganistán. Con la pérdida de poder adquisitivo, resultaría todo un desafío para el gobierno iraní y la Guardia Revolucionaria mantener la fidelidad política de Abdalá Abdalá. Más problemático sería que el Consejo talibán de Mashad (shura) mantuviera su influencia sobre los insurgentes de la frontera.
Sin embargo la voluntad norteamericana de cerrar cuanto antes un acuerdo de paz con los talibán y abandonar el país lo más pronto posible enajenó a algunos de los aliados de EE. UU. en la zona. Los talibán exigieron al estadounidense Zalmay Khalilzad que el gobierno de Ghani no se viera representado en las conversaciones de Doha y este tuvo de aceptar. Asimismo el servicio diplomático iraní esquivó el boicot norteamericano haciendo públicos sus contactos con los talibán y anunciando conversaciones de paz paralelas entre la insurgencia y el gobierno de Kabul. Por primera vez Irán declaró que el futuro gobierno afgano habría de contar con los talibán.
Trump obtuvo un acuerdo de paz con los rebeldes por el que se comprometía a abandonar Afganistán siempre y cuando estos dejaran de apoyar a grupos como Al Qaeda. Este tratad dejaba de lado a sus socios de Kabul y tensionó al máximo las relaciones tras las elecciones del 18 de febrero de 2020, cuando Ghani y Abdalá solo aceptaron cooperar bajo la coacción de Pompeo dos meses y medio después. Poco después el nuevo gobierno afgano procedía a la liberación de comandantes talibán detenidos, paso previo a la negociación de un acuerdo de paz amplio para el país en el que Kabul tendría una posición de debilidad.
Irán, cuyo control sobre los talibán pudo haberse reducido en favor de Pakistán, comenzó a retornar de Siria a los miembros de la brigada Fatemiyun (una carta que podría jugar si el conflicto afgano se recrudeciera) y a mediar en los diálogos Kabul-talibán con la voluntad que las conquistas político-sociales del 2001 se mantuvieran en el futuro. Todo esto vino acompañado de millonarias inversiones de la Guardia Revolucionaria en infraestructuras en el occidente afgano y de negociaciones intergubernamentales a propósito de los ya delicados temas de gestión del agua, seguridad, control de fronteras, educación y relaciones económicas.
La insignificancia política del ISKP a mediados de 2020 también debe ser tenida en cuenta pues permitió el fortalecimiento del nuevo triunvirato talibán, reconocidos líderes de la insurgencia, y facilitó a Irán asumir una actitud oficial más pragmática, en la que no tomaba explícitamente partido ni por Abdalá ni por los talibán.
Las novedades de 2021
La victoria de Joe Biden en las elecciones de EE. UU. supuso al poco tiempo un cambio en la estrategia en todos los frentes, entre estos el relativo a la normalización de las relaciones con Irán mediante el JPCOA y a la viabilidad del acuerdo de paz con los talibán. Más comprometidos con sus aliados de la región, el nuevo secretario de Defensa, Lloyd Austin, visitó la India (donde pudo haber tranquilizado a estos sobre el avance pakistaní en Asia Central) y en secreto viajó a Afganistán el 21 de marzo de 2021, donde tuvo una reunión con el presidente Ghani, quien le habría manifestado su deseo de que se mantuviera la presencia militar estadounidense o, al menos, su apoyo logístico para las operaciones contra la insurgencia.
Los talibán, hasta el momento han centrado sus ataques armados en los miembros del gobierno con la esperanza que la tan anunciada retirada norteamericana se acabe llevando a cabo el 11 de septiembre de este 2021. Mientras tanto han anunciado repetidas veces que su objetivo último no es conquistar el poder por la fuerza. De culminarse con éxito el proceso de paz con el gobierno afgano, sería extremadamente complejo estabilizar el país sin la participación política talibán en el Estado.
Paralelamente Irán, ha podido beneficiarse de la presencia norteamericana en Afganistán, que ha actuado como freno frente al expansionismo pakistaní en el país. Una prematura retirada de EEUU y la extensión del conflicto al Afganistán occidental podrían implicar nuevas oleadas de refugiados, menor control sobre el tráfico de drogas y mayor actividad de grupos armados en Baluchistán. Un Estado afgano fuerte es el mejor escenario posible para el conjunto del establishment iraní.
[1]Losada, J.C. 2018. Todas las banderas. Las guerras ocultas del siglo XX. Barcelona: Ed. Pasado y Presente p.345
[2]Nader, A.; Laha, J. 2011.Iran’s Balancing Act in Afghanistan. RAND Corporation p.7
[3]Sadjadpour, K. 2010. Iran. En “Is a regional strategy viable in Afghanistan?” Washington: Carnegie Endowment p.39
[4]VVAA. 2014. Iran’s Influence in Afghanistan. Implications for the US Drawdown.RAND p.18
Akbarzadeh, S.; Ibrahimi, N. 2019.The Taliban: a new proxy for Iran in Afghanistan. Third World Quaterly p.5
[5] Mayoritariamente de la etnia hazara.
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