El mundo unipolar estadounidense ya no existe. Hace años que esa hegemonía incontestable acabó. Washington sigue siendo la principal potencia global, pero ahora vemos el resurgir de nuevos actores como Rusia e India que desemboca en la consolidación de un orden multipolar basado en la competición. En esta nueva estructura que se vislumbra destaca especialmente China como aspirante a destronar a Estados Unidos.
Estados Unidos y China actualmente están enfrentados en una rivalidad sistémica. Ambas son grandes potencias por su dimensión económica y por su proyección internacional. El país norteamericano destaca por ser el líder establecido del mundo occidental basado en un modelo de democracia liberal. El gigante asiático, por su parte, ha demostrado en las últimas décadas un ritmo de crecimiento sin precedentes bajo su sistema de socialismo con características chinas. La lucha por el liderazgo mundial entre Washington y Pekín es el principal acontecimiento geopolítico de nuestro tiempo que marcará el devenir del sistema internacional en el medio y largo plazo.
El ascenso de China
Desde que en 1978 Deng Xiaoping introdujera la política de reforma económica y apertura al exterior, China ha experimentado una profunda transformación socieconómica y militar. La estrategia del Pequeño Timonel supuso promover la liberalización económica dejando atrás la lucha de clases que caracterizó el mandato de Mao Zedong. Como consecuencia, en las últimas cuatro décadas el país ha experimentado un crecimiento espectacular en todos los ámbitos, consiguiendo situarse como segunda potencia mundial, solo superada por Estados Unidos. Ese auge, asimismo, no tiene visos de terminar: podría conseguir la primacía económica para 2050, según datos del Fondo Monetario Internacional (FMI). Atrás queda “el siglo de la humillación” –entre mediados del siglo XIX y mediados del siglo XX–, un periodo en el que China estaba sometida a los designios de las potencias extranjeras.
Durante años la estrategia de Europa y Estados Unidos hacia China se basó en lo que los alemanes denominan “Wandel durch Handel”, el cambio a través del comercio. Es decir, se esperaba que abriendo los mercados y estrechando los lazos económicos se conseguiría que Pekín fuese cambiando poco a poco su modelo hacia una democracia liberal al estilo occidental, algo que evidentemente no ha ocurrido. Con el hipotético cambio de modelo, Washington esperaba conseguir una mayor influencia dentro de la política interna del gigante asiático.
La llegada al poder de Xi Jinping en 2013 ha supuesto para China entrar en una nueva dimensión internacional. Pekín ha visto consolidar su poder y liderazgo mundial, presentándose como una potencia de primer nivel con una mentalidad mucho más proactiva y ambiciosa en política exterior.
En este contexto gana especial importancia la Iniciativa de la Franja y la Ruta (BRI), un proyecto que busca revivir los antiguos lazos comerciales que existían entre Asia, Oriente Medio, África y Europa durante las antiguas rutas de la seda. Un plan geoeconómico de gran envergadura cuya finalidad es modificar el equilibrio de poder, con Pekín controlando los flujos comerciales y de capitales en torno a una estructura donde en el núcleo se ubica el gigante asiático. En ese sentido, China también pretende asegurar su seguridad energética, ya que el país tiene una gran dependencia de las importaciones de hidrocarburos.
Como objetivo general, la gran estrategia de China ambiciona garantizar las capacidades necesarias para transformar las cadenas globales de valor y el balance de poder entre potencias. El sueño chino, eslogan elaborado cuando Xi Jinping asumió el poder, supone la transformación de la economía china de una orientada a las exportaciones y la mano de obra barata a una construida sobre el consumo interno, los servicios y las industrias de alta tecnología.
La élite china, sin embargo, es consciente que la partida por el liderazgo mundial no solo se juega en el terreno económico siendo la fábrica del mundo. En los últimos años Pekín ha buscado alcanzar la primacía militar en Asia Oriental con un continuo rearme y modernización de sus Fuerzas Armadas. Pekín es consciente que necesita desarrollar una flota de alta mar, una fuerza marítima capaz de operar en los océanos abiertos con capacidad de desafiar a la armada estadounidense y salvaguardar sus intereses más allá de los mares cercanos.
En definitiva, China se ha despertado y ahora su objetivo es materializar la “gran revitalización de la nación” para transformarla “en un país socialista moderno, próspero, poderoso, democrático, civilizado y armonioso”. En Washington son bien conscientes del órdago chino, de ahí que desde hace ya varias administraciones pongan de relieve la necesidad de realizar un pivote asiático.
El pivote asiático estadounidense
En 2011 la entonces Secretaria de Estado de Estados Unidos, Hillary Clinton, planteó en un artículo la idea del pivote asiático. Dicha estrategia ponía de relieve la necesidad de redirigir la atención, los recursos y los esfuerzos hacia la región de Asia-Pacífico con el fin de contener el ascenso de China. Este cambio de paradigma estratégico se ponía de relieve ante la pérdida de influencia y de poder de Estados Unidos, fruto de intervenciones militares que no fueron exitosas –como la ocupación de Iraq tras la invasión en 2003– y de los estragos que provocó la crisis financiera de 2008. De esta manera se iniciaba el lento repliegue de Oriente Medio con el objetivo de finalizar las “guerras interminables” mientras se dejaba claro que el futuro de la política exterior estadounidense se decidiría en Asia.
La capacidad de proyectar poder de Estados Unidos se ha fundado en consolidarse en una enorme potencia naval que proteja las principales rutas comerciales del globo junto con el dólar como principal divisa para el comercio internacional. Gracias a ambos recursos Washington ha creado un orden sostenido por una serie de bienes globales que ha permitido la gran expansión económica de la globalización.
En ese sentido, si Estados Unidos quiere seguir ostentando una posición hegemónica, necesita evitar verse desplazado de la región de mayor dinamismo y crecimiento económico del mundo: Asia-Pacífico. En unas décadas, si China logra transitar a una economía de altos ingresos, podría liderar un bloque económico regional desplazando a Washington a un papel marginal. Cabe recordar que uno de los grandes objetivos del gigante asiático para 2049 –año que conmemora el centenario de la proclamación de la República Popular– es convertirse en el principal polo de productos de alta tecnología.
Al ver el resurgir de China, Washington pasa a una política de contención a la vez que busca mantener el statu quo en la región. En ese sentido, la administración Obama intentaría reforzar sus lazos con sus socios regionales como Japón, Corea del Sur o incluso Filipinas. Aun así, no se busca la confrontación directa con Pekín. De hecho, se sigue promoviendo el multilateralismo en cuestiones como la lucha contra el terrorismo o el cambio climático.
La llegada de Donald Trump a la Casa Blanca supone una continuación de la estrategia de contención a China, pero con otros métodos diferenciados con la Administración Obama. Trump enarbola el “America First” y el “Make America Great Again” con el objetivo de, por un lado, equilibrar la balanza tanto con China como con sus socios tradicionales y, por otro, presionar a los aliados europeos a que gasten más en defensa para que no dependan tanto del paraguas de seguridad que ofrece Estados Unidos. De esta forma, Washington puede centrarse más en el gigante asiático.
Además, con Donald Trump, la política exterior estadounidense cambiaría de enfoque, pasando de “la guerra contra el terrorismo” hacia “la competición entre grandes poderes” (Great Power Competition) con el foco claramente puesto en Rusia y sobre todo China. De facto, se asume el ascenso de otras potencias emergentes con la capacidad de desafiar el orden liderado por Estados Unidos. Respecto a Pekín habría una continuación del pivote asiático de Obama, aunque con métodos más agresivos. Las prioridades de Washington pasarían por reforzar las alianzas con los socios regionales en el Indo-Pacífico como el Quad –India, Australia, Japón y EE.UU–, si bien no con mucho éxito. La Administración Trump también buscaría un acuerdo muy beneficioso con China, algo que fracasaría y derivaría en 2018 en la guerra comercial.
Una de las principales políticas marco que pone en marcha la administración Trump es la creación Comando del Indo-Pacífico de los Estados Unidos (USINDOPACOM) a partir de 2018, sustituyendo al Comando del Pacífico (USPACOM). Esta decisión tiene como objetivo no solo dar mayor importancia a la región del Sudeste Asiático y el Índico, sino reforzar la estrategia estadounidense de contención a China en su vecindario inmediato. En ese sentido, Washington aplicará la Estrategia para un Indo-Pacífico Libre y Abierto dirigida al Mar del Sur de China –cuestión que se desarrollará más adelante– y a establecer un marco de referencia junto con los socios regionales. Sin embargo, la decisión más relevante que abordará la Administración Trump respecto a China será la guerra comercial y tecnológica.
Guerra comercial y tecnológica
Como se ha mencionado anteriormente, Donald Trump buscaba un acuerdo comercial muy favorable con China, pero tras el fracaso de las negociaciones, la administración estadounidense puso en marcha el conflicto arancelario en 2018. El motivo real de la “guerra” aun así, no es la cuestión comercial, sino que el objetivo es frenar y contener al gigante asiático para asegurar el liderazgo estadounidense. En ese sentido, la guerra comercial era una forma de dañar el ámbito económico-tecnológico chino, muy dependiente de Occidente.
Es en el terreno tecnológico donde se está jugando una importante partida con la llamada cuarta revolución industrial que implica un gran abanico de sectores como la inteligencia artificial, las energías renovables, la robótica o incluso el desarrollo militar. Pese a que evidentemente también había preocupaciones por el déficit comercial, en esencia, Washington buscaba obstaculizar la carrera tecnológica china y así debilitarla como rival geopolítico. Las propias acciones estadounidenses muestran ya la importancia de dañar la industria china al imponer aranceles del 25% a productos incluyendo la robótica, la industria aeroespacial o los semiconductores. Además, Washington impondría restricciones a las inversiones chinas en tecnologías sensibles al mismo tiempo que acusaba a Pekín de “robar tecnología”.
Donald Trump intenta poner en marcha una estrategia de un mayor desacoplamiento económico con China. Una política que también quiso llevar a sus socios instando a rechazar la red 5G de Huawei. El 5G se ha convertido en un campo de batalla geopolítico entre las grandes potencias debido a su importancia para el futuro de la tecnología, tanto civil como militar. Prácticamente todos los países europeos han limitado o restringido la participación de la empresa china Huawei en el desarrollo de la red 5G por motivos de seguridad.
Durante meses se produce esta guerra comercial de desgaste en la que tanto Washington como Pekín imponen aranceles sus productos. No será hasta 2020 cuando finalmente se llegue a el Acuerdo de Fase 1. Dicho acuerdo sería favorable en términos generales estadounidenses, ya que permite a la administración Trump mantener la mayoría de sus aranceles a las exportaciones chinas a cambio de no seguir aumentándolos. Pekín, al importar menos bienes y servicios, no podía permitirse continuar con la escalada ni enfrentarse a Washington en una disputa abierta, de ahí de la necesidad de un acuerdo.
Cabe recordar que el presidente Trump se veía presionado tanto por las empresas estadounidenses que veían caer sus beneficios como por los miembros de su administración al estar próximas las elecciones presidenciales. La rúbrica sirvió a Estados Unidos para cumplir unos objetivos mínimos de ralentizar el crecimiento chino, alcanzar un rédito económico favorable y partir desde una posición más ventajosa en la relación bilateral.
Al mismo tiempo que tenía lugar la guerra comercial, el gobierno estadounidense puso su ojo en las principales tecnológicas chinas, ZTE y Huawei, siendo ambas catalogadas como una amenaza para la seguridad nacional por el congreso estadounidense en 2012. Por un lado, el Departamento de Comercio decide imponer sanciones a ZTE acusándola de violar las sanciones a Irán y Corea del Norte. La empresa, debido a su dependencia de las importaciones en componentes esenciales, acepta las condiciones de Washington tras la presión a la que se ve sometida. Por otro lado, Meng Wanzhou, la directora financiera de Huawei, sería detenida en Canadá a petición estadounidense.
La administración Trump también prohibiría comprar el hardware chino, mientras que Google suspendería la capacidad de la compañía de utilizar el sistema operativo Android. Aun así, Huawei demostraría una mayor autonomía que ZTE tanto en las ventas al exterior como en su importancia en el mercado estadounidense. Además, muchas compañías estadounidenses dependen de las compras de Huawei, de ahí que finalmente se decidiera prorrogar diferentes medidas contra la multinacional china.
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