Nadie dudaba que Andrés Manuel López Obrador (AMLO) terminaría el día en el Palacio Nacional. El referéndum revocatorio que, contraintuitivamente el mismo había impulsado, tenía anunciada la victoria de la opción “Que siga en la Presidencia de la República”, ya que la oposición había llamado a no participar en lo calificaron como “farsa”. Así las cosas, tan solo AMLO y Morena -su partido- habían llamado a acudir a las urnas, por lo que lo realmente importante no era el resultado sino la participación, un termómetro sobre el estado de salud del presidente y su formación.
El fenómeno AMLO
El revocatorio fue una apuesta personal de López Obrador, quien ganó las federales del 2018 haciendo de la regeneración y la anticorrupción uno de sus principales ejes discursivos. Una estrategia que germinó bien en un país con alarmantes tasas de desafección política y falta de confianza en las instituciones. Los escándalos de anteriores mandatarios y su baja popularidad cristalizaron en la propuesta de AMLO de introducir un referéndum revocatorio a mitad de sexenio, una medida bien recibida en la opinión pública y hasta ahora nunca vista en el país.
El revocatorio se introdujo en la legislación mexicana vía reforma constitucional a instancias de AMLO y, salvo que la próxima presidencia lo derogue, los ciudadanos podrán activar esta iniciativa en 2027 recogiendo las firmas del 3% del censo.
Pero en esta ocasión fue el propio gobierno quien quiso activar el revocatorio sabedor de que no corría ningún riesgo de perder la partida. López Obrador ha culminado su primera mitad del sexenio con los índices de aprobación más altos de las últimas décadas, más de 65% de los mexicanos respalda su gestión. La llamada “Cuarta Transformación” que encabeza busca ponerse a la altura de tres grandes acontecimientos de la historia mexicana: la independencia (1810-21), la reforma de Benito Juárez y la revolución mexicana de 1917; un objetivo extremadamente ambicioso.
Ciertamente su saldo no es negativo. En política internacional, dentro de las siempre complejas relaciones con el vecino del norte, el balance es razonablemente bueno pese a que en no pocas ocasiones ha habido declaraciones altisonantes que podían sugerir lo contrario. Pese a las diferencias ideológicas durante la era Trump se consiguió firmar el Tratado entre México, Estados Unidos y Canadá (TLCAN), un acuerdo de libre comercio conocido como NAFTA/TLCAN 2.0 por “mejorar” las condiciones de su antecesor. Con Biden en la Casa Blanca se han reactivado varios programas de cooperación migratoria y abierto la puerta a nuevas inversiones. Todo sin que México haya dejado de estrechar sus lazos con Rusia y China.
En lo que a América Latina se refiere, pese a que AMLO ha destacado por sus escasas visitas al exterior -algo que ha suplido con creces el popular canciller Marcelo Ebrad-, México se ha consolidado como uno de los principales actores regionales. Junto con su homologo Alberto Fernández, López Obrador ha impulsado la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC), criticado a la OEA y llamado a reforzar la integración latinoamericana. Algo que le ha valido para ostentar la presidencia de la CELAC o acoger la mesa de dialogo venezolana.
En el plano nacional los problemas estructurales que arrastra el país siguen sin desaparecer; la informalidad, la pobreza, la migración o el crimen organizado siguen desangrando México. Pero el discurso fresco de AMLO y el amplio despliegue de programas sociales parecen paliar las consecuencias más graves. La pobreza se reducía tibiamente y el crecimiento económico alcanzaba cifras satisfactorias hasta que la COVID-19 primero y la guerra en Ucrania después alteraron las previsiones macroeconómicas. Alejando, al menos a corto plazo, la promesa electoral de crecer a ritmo del 4% anual.
Eso no ha evitado que el presidente haya continuado con su agenda de megainfraestructuras como el Tren Maya -cuya finalización se prevé en 2023-, el recién inaugurado aeropuerto Internacional Felipe Ángeles o la refinería de Dos Bocas en el estado Tabasco -del que es natural el presidente-. Las tres son apuestas que llevan la firma del mandatario y que han sido bien acogidas por el grueso de la población pese a las acusaciones de despilfarro y de corrupción que se han lanzado desde oposición.
Y aunque son muchos los sinsabores, proyectos inacabados o promesas no concretadas, lo cierto es que el presidente ha noqueado desde el primer momento a una oposición lastrada por los escándalos de corrupción. La sobreexposición mediática -ejemplificada en “la mañaneras”, como llama a sus conferencias de prensa diarias de dos horas-; su carácter cercano y afable; o su ideología suave son aspectos que explican el “fenómeno AMLO”.
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AMLO muestra músculo
El referéndum revocatorio es un ejemplo más de su capacidad de marcar agenda. Respaldado por la demoscopia, López Obrador se lanzó a una consulta de la que se sabía ganador y donde una oposición heterogénea tenía la difícil tesitura de elegir entre llamar a la participación, sabiendo que con toda probabilidad perdería, o defender el boicot dejando todo el espacio comunicativo a AMLO, quien ha vendió esta convocatoria como cumplimiento de su programa electoral y una nueva muestra de transparencia. Elegir la segunda opción relegó a PAN, PRI, PRD o Movimiento Ciudadano -principales fuerzas de oposición- al ostracismo mientras el oficialismo monopolizaba el debate político durante semanas. Ciertamente, lo que debía ser un referéndum revocatorio se convirtió en una suerte de ratificación del presidente.
En este contexto, la batalla era de AMLO contra sí mismo, pasando a leerse la consulta como un termómetro para el oficialismo. Una escasa participación, por mucho que triunfase la opción de la permanencia, podía leerse como un fracaso y sería calificado por la oposición como un despilfarro de fondos públicos y una señal de debilidad política.
El primero de los datos clave era ver si se superaba el umbral de participación del 40% que fija la ley para que una consulta sea vinculante. Una cifra que todas las partes descartaban que se alcanzase ante la falta de incentivos para votar en un referéndum sin competencia real y en un país que no destaca precisamente por su afluencia masiva a las urnas.
Pero a la hora de medir los resultados se topa con un gran problema ¿Qué es un triunfo o un fracaso teniendo en cuenta que nunca antes se había celebrado un revocatorio y qué solo llamaba a la participación una de las partes? Y es aquí donde comienza la guerra de cifras y de relatos.
Un antecedente parecido lo encontramos en la consulta popular del 1 de agosto de 2021 para enjuiciar o no los expresidentes Carlos Salinas de Gortari, Ernesto Zedillo, Vicente Fox, Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto. Otro referéndum sui generis impulsado por el propio AMLO, pero al que finalmente ni tan siquiera acudió a votar. En esa ocasión una pregunta enrevesada y una menor movilización de la estructura electoral de Morena dejaron la participación en un pírrico 7% del voto.
Tampoco parecía plausible compararlo con las elecciones presidenciales, donde la afluencia es masiva y donde el último registro de AMLO, en su victoria de 2018, es de más de 30 millones de votos.
Otro espejo en el que mirarse podrían ser las recientes elecciones legislativas del 2021, una cita clave en la que la coalición que sustenta a AMLO, Juntos Hacemos Historia (Morena, Partido del Trabajo y Partido Verde Ecologista de México), rebasó los 20 millones de papeletas -de las cuales 16,75 pertenecieron a Morena-. En esa ocasión, aunque se conservó la mayoría absoluta, se recibió con amargor el no llegar a la ansiada mayoría cualificada de 2/3 para implementar las medidas legislativas más ambiciosas del programa de la “Cuarta Transformación”. Esa veintena de millones de votos se tradujo en una bancada oficialista de 278 escaños (198 Morena, 43 PVEM y 37 PT) frente a los 23 diputados del Movimiento Ciudadano -una oposición novedosa y regeneracionista creada entorno a liderazgos regionales que ha sido capaz de recoger voto descontento con los partidos clásicos- y los 199 que sumó Va por México, el conglomerado de fuerzas tradicionales históricamente enfrentadas entre sí -PRI, PAN y PRD- pero unidas por la causa mayor de frenar el fenómeno AMLO. En esa ocasión la participación fue del 52%.
Pero el revocatorio no replicó ninguna de estas cifras. De los más de 92 millones de mexicanos con derecho a voto solo ejercieron su derecho dieciséis millones y medio, un 17% del censo muy lejano del 40% exigido para ser vinculante. De ese total un 91,86% de los votos (15.150.000 votos) fue a la opción de que el presidente permaneciese en su cargo y solo 6,44% a favor de la revocación (poco más de un millón de votos).
Aunque los resultados definitivos han tardado días en conocerse, a primera hora de la noche del domingo el Instituto Nacional Electoral (INE) difundía el “conteo rápido” que adelantaba con bastante precisión los números finales. Los datos fueron acogidos en la sede de Morena con satisfacción moderada.
La participación fue razonablemente buena, por encima de lo que pronosticaban los últimos sondeos, que hablaban de 10-12 millones de participantes. La cifra de apoyos, 15 millones de personas, constituye un núcleo duro “obradorista” que permite al oficialismo respirar con alivio. La cifra es superior a la consulta de los expresidentes -un suelo que sería considerado un fracaso ante la opinión pública- aunque menor a los resultados de las legislativas. En todo caso la consulta supuso exigió un gran tensionamiento de la estructura interna de Morena, movilizando a alcaldes, gobernadores y ministros en la cita. Ello hizo que en algunos sectores de la formación se esperasen mejores resultados.
No obstante, el presidente no escatimó en calificativos y calificó de “éxito” la consulta por haber movilizado a la mitad de quienes le llevaron al Palacio Presidencial hace tres años. Comparó también el respaldo obtenido con los datos el segundo candidato más votado en las presidenciales del 2018, el conservador del PAN Ricardo Anaya y sus 12,6 millones de votos; quedando en tercera posición el candidato del PRI y sus 9,3 millones de sufragios. Una equiparación real pero que envejece mal, ya que -al menos la lógica- invita a pensar que en las próximas presidenciales habrá una candidatura unitaria de PRI, PAN y PRD siempre y cuando sean capaces de salvar las disputas internas.
AMLO fue más allá y aseguró que la jornada fue un éxito pese al “boicot” del INE, organismo con el que mantiene una particular cruzada desde el inicio de su mandato. El ente electoral ha sido acusado por el oficialismo de entorpecer la labor del presidente, el último episodio se vivió en la propia jornada electoral, cuando desde Morena se habló de “sabotaje” por instalarse solo 57.423 puntos de votación frente a los más de 160.000 colocados en las presidenciales. Algo que el INE justificó por el recorte presupuestario que sufren “si hubo un boicot fue de quien no dio el dinero para instalar todas las casillas” afirmaron.
La oposición por su parte desplegó un abanico retórico que iba desde los pedidos de anulación del resultado, las acusaciones de fraude electoral, o la la repetida consigna de que la consulta ha sido un despilfarro de dinero público para subir el ego del presidente. “Un 18% de participación es una cifra ridícula” afirmaban los portavoces ante los medios.
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La vista puesta en 2024
Pasado el revocatorio todo el espectro político mexicano tiene la vista puesta en el 2024, año en el que se elegirá al sucesor de AMLO. Tan solo obstruyen el calendario electoral las elecciones parciales a gobernadores, este año en seis estados, citas a priori menores donde Morena parte como favorito y de la que no se esperan cambios sustanciales en los actuales equilibrios de poder.
El desglose electoral ha servido también en clave interna a Morena para medir sus capacidades. Los 15 millones de mexicanos que se movilizaron representan con fidelidad la base electoral de AMLO. México presenta un clivaje territorial y social claro, con gran respaldo al gobierno en el sureste, las regiones con mayores tasas de pobreza -en Tabasco la participación rozó el 36%, en Chiapas el 32% y en Campeche el 28%-, mientras que el norte y en el bajío mexicano -nudo comercial y de transporte y zona con mayor dinamismo económico del país- las cifras se invierten; en Jalisco, Guanajuato o Aguascalientes no se rebasó el 10% de participantes.
La segunda mitad del mandato presidencial puede ratificar lo que parece una tendencia consolidada, la amplísima popularidad de AMLO y la pujanza de Morena como fuerza política. Pero la no reelección presidencial, un pilar del sistema político mexicano que López Obrador difícilmente podría alterar, deja dudas sobre si el capital político del mandatario podría trasvasarse a una figura alternativa.
Tanto el gobierno como Morena padecen de un hiperliderazgo que, si bien fue indispensable para llegar al poder, ahora representa una amenaza real para la supervivencia de un proyecto político hecho a la medida de AMLO.
En la misma dirección, la consulta sirvió para avanzar posiciones en la disputada lucha por ser el candidato “obradorista” en 2024. De los nombres que suenan con más fuerza, tan solo Claudia Sheinbaum -jefa de gobierno de la Ciudad de México- desempeñó un papel protagonista en la campaña electoral, volcándose personalmente para obtener un resultado destacado en la capital del país, un caladero de voto que se había resentido notablemente en las municipales del 2019, cuando Morena perdió la mitad de las alcaldías de la urbe. Los resultados en CDMX fueron medianamente aceptables, por lo que el perfil joven y elocuente de Sheinbaum se mantiene bien posicionado. Detrás, el canciller Ebrard continua en todas las quinielas, aunque ha mantenido un perfil bajo en las últimas semanas; y a más distancia siguen sonando nombres como el senador Ricardo Monreal o figuras vinculadas al ejecutivo como Esteban Moctezuma.
Enfrente, una malograda coalición antiAMLO, de futuro incierto, que agrupa las teóricamente antitéticas posturas de un ya casi inexistente Partido de la Revolución Democrática (PRD) -autodefinido como socialdemócrata-, el conservador Partido Acción Nacional (PAN) y el refundado y otrora omnipotente Partido Revolucionario Institucional (PRI). Lo polarizador de López Obrador permitió que estas fuerzas se agrupasen a nivel legislativo y en varios Estados, pero más difícil será que encumbren a un único candidato alternativo. La otra alternativa, el Movimiento Ciudadano, sigue tomando forma no sin contradicciones, aunque en sus principales bastiones -Nuevo León y Jalisco- la participación en la consulta fue escasa.
Sea como fuere, si hacer predicciones en política es complejo, lo es más aún en agitado panorama político mexicano, un país cuyas flaquezas y virtudes se dejan sentir en el resto de la región. El fenómeno AMLO y su “Cuarta Transformación” goza de buena salud y ya apunta a la reforma electoral y energética como siguientes objetivos. Falta por ver si la segunda mitad del sexenio confirma lo que ya parece evidente, que la política en México ha cambiado para siempre de la mano de López Obrador.
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