Tras años de guerra, el conflicto armado resurge en las regiones septentrionales de Myanmar: en la encrucijada entre Estados Unidos y China, la Junta militar impone su control sobre el territorio de las etnias periféricas mientras trata de configurar un modelo federal y democrático que entra en contradicción con sus intereses reales.
Para entender la situación actual es necesario conocer la tensión entre centro y periferia; el primero controlado por la etnia Bamar, que constituye el 70% de la población y entre la cual el budismo es la religión mayoritaria. Dispersas a lo largo de la periferia encontramos una serie de 135 etnias reconocidas, desde los Rohingya –musulmanes– hasta los Kachin, pasando por los Karen o los Naga, de fe cristiana.
Desde su independencia en 1948, el país vive inmerso en conflictos constantes debido al intento de crear un estado centralizado fuerte. En 1962 se instaura un régimen autoritario controlado por juntas militares. Hasta 2008 no se darán las primeras reformas aperturistas, con la redacción de una nueva Constitución y la entrada en el Gobierno de la Liga Nacional por la Democracia (NLD en inglés). El pacto entre el ejército y este partido, de ideología liberal, conforma los cimientos del sistema actual.
En la década subsiguiente el Gobierno ha tratado de consolidar la democracia federal firmando acuerdos de paz con distintas guerrillas. Sin embargo, la falta de garantías y el férreo control militar sobre las estructuras del estado han provocado el inevitable fracaso de gran parte de dichos acuerdos, reanudándose los conflictos en varios frentes. El ejemplo más claro es la ruptura del alto al fuego con los Kachin en 2011; una tregua que era efectiva desde 1994 y que ha dado paso a siete años de conflicto armado intermitente.
En la práctica el proyecto de paz se diluye entre los intereses del ejército, el gobierno y la presión sobre éstos de un nacionalismo budista excluyente y hegemónico entre los bamar.
La configuración del Estado
El Tatmadaw, fuerzas armadas de Myanmar, es el poder político real detrás de las instituciones democráticas. Esto se ve reflejado en su permanencia en el Parlamento, donde mantienen un mínimo del 25% de los escaños. La Constitución se los garantiza, al igual que tres ministerios clave: Interior, Defensa y Fronteras. Siguiendo la misma tendencia, la injerencia constante por parte del ejército y de los intereses estatales en la justicia dinamita una separación de poderes inexistente en la práctica.
La concentración de poder en manos de los militares también se produce en las administraciones y parlamentos regionales, ya que cuentan con los mismos privilegios, siendo el Comandante en Jefe del Ejército quien realiza los nombramientos. Asimismo, el Ministro de Interior controla los servicios públicos de todas las regiones y la policía está fuertemente militarizada. Para rematar la situación, la Administración mantiene el control sobre la práctica totalidad de las competencias al regular las partidas presupuestarias.
Por tanto, los gabinetes y órganos regionales no pasan del simbolismo: la tan esperada descentralización ‘federal’ ha resultado en una apertura mínima y no es posible hablar de una verdadera reforma del sistema de gobierno. Todo lo enumerado lleva al fracaso de las conversaciones de paz y provoca que Myanmar se halle sumida en un estado de guerra constante desde el 1948.
¿Cuál es la base social responsable de asegurar la cohesión nacional y dar apoyo al régimen? La religión budista, que como hemos dicho es mayoritaria entre la etnia dominante, los bamar.
El nacionalismo budista ha venido cogiendo fuerza en las últimas décadas por varios motivos. Su involucración en el proceso de reforma y la lucha por los derechos democráticos, desde la revolución del 8/8/1988 a la Revolución del Azafrán en 2007, ha llevado a que su influencia política crezca notablemente. Ha pasado de ser un elemento de cohesión social a ser un actor decisivo en la arena política, con capacidad para marcar los ritmos en el debate público. Así, en el discurso político es frecuente la idea de que la budista es una religión inherentemente pacífica y no proselitista que se encuentra bajo la amenaza de otros credos más ‘agresivos’, como el islámico.
Este tipo de narrativa, difundida por organizaciones como Ma Ba Tha, muy influyentes en la sociedad, han legitimado limpiezas étnicas como la sufrida por los rohingya. A nivel institucional existen desde 2015 la Ley sobre la Monogamia, que convierte cualquier otra forma de matrimonio en delito, y la Ley para la Conversión Religiosa voluntaria, mediante las cuales se pretende limitar la influencia de la comunidad musulmana en el país.
El budismo es el agente que ha dado el impulso necesario a las reformas perseguidas por los liberales. Todas las protestas decisivas han sido encabezadas por monjes. Daw Aung San Suu Kyi, premio Nobel de la Paz y líder de la Liga Nacional por la Democracia (NLD), consiguió colocarse al frente del reformismo democrático gracias a su participación en la revolución de 1988; una movilización organizada por los budistas. Pese a que la línea predominante en las organizaciones, monasterios y monjes de MaBaTha parece más cercana al partido nacionalista de la Junta, sería ingenuo afirmar que la NLD carece de lazos con este movimiento.
Podría sorprender, en principio, que una Nobel de la Paz y abanderada de la lucha por la democracia como San Suu Kyi diera luz verde a la limpieza étnica de los rohingya. Sin embargo, el budismo es la pieza clave que une a los liberales del NLD y al Tatmadaw, algo que la prensa occidental ha ignorado convenientemente. Con mayor o menor dureza, tanto unos como otros sostienen una postura similar: la construcción del Estado en torno a la predominancia de los bamar.
Si bien San Suu Kyi consiguió forzar a la Junta a llevar a cabo una serie de reformas, los militares imponen fuertes restricciones a la candidata liberal: no puede acceder a la presidencia por tener familiares de nacionalidad extranjera. San Suu Kyi ha buscado superar éste y otros impedimentos centralizando aún más el poder en sus manos. Todos los candidatos aupados a la Presidencia por la NLD son figuras sin voz propia, que deben su cargo y su lealtad a la lideresa del partido. Aúna bajo su figura la cartera de Asuntos Exteriores, siendo la principal representante diplomática del Gobierno, y la Consejería de Estado. En el partido, su mandato es incuestionable y centraliza la gestión, controlando los nombramientos y la estructura en general.
La insurgencia, en pie de guerra
Para la construcción de un Estado cohesionado son necesarios acuerdos de paz con las guerrillas del Norte, con las cuales las dinámicas son totalmente distintas. Mientras la sociedad bamar apoya la limpieza étnica en el Sur, el clamor por la paz con las etnias septentrionales resuena con fuerza.
El Tatmadaw ha podido conseguir el apoyo de varias milicias a cambio de reconocer su control de facto del territorio, al que los militares sacan partido estableciendo bases e infraestructuras para sus campañas; grupos como el Ejército Kachin de Defensa (KDA), con el cual llevan a cabo su ofensiva en el Estado de Kachin contra el Ejército por la Independencia de los Kachin (KIA). Mientras tanto, en el Estado de Shan se ha llegado a un precario alto el fuego con la guerrilla y en otros estados se mantiene un control variable mediante milicias locales (Popular Militia Forces en inglés).
Todo este aparato militar, tanto el estatal, como el de las distintas milicias pro-gubernamentales, se mantiene gracias al expolio de recursos como el jade, los rubíes, el oro, el cobre, el ámbar… pero la verdadera joya en la financiación de aquéllos es la producción de opio para su procesamiento y venta. El narcotráfico, del que se benefician desvergonzadamente generales, políticos y empresarios, es un factor determinante en las negociaciones de paz.
El Ejército por la Independencia de Kachin y el Ejército de Liberación Nacional de los Ta’ang (TNLA) se oponen frontalmente al tráfico por los devastadores efectos del consumo de heroína en sus comunidades. Es, al fin y al cabo, la misma guerra que mantienen con un estado que acoge el tráfico de opio en su propio seno.
El 2014 Southeast Asia Opium Survey considera a Myanmar como el segundo mayor productor de opio -después de Afganistán- y advierte de un aumento del 83% en el consumo de opio, un 87% en estimulantes de tipo anfetamínico y un 115% en el consumo de heroína. Ambos grupos han tomado medidas, estableciendo una Justicia propia para hacer frente a esta epidemia. En sus territorios, la adicción es tratada como un crimen: sin embargo, el castigo para los adictos es leve si se compara con las penas contra los traficantes, a los que se obliga a pagar hasta el triple del valor de la droga distribuida. La reincidencia los lleva a la cárcel por un máximo de un año.
El KIA y el TNLA son, asimismo, las únicas fuerzas con las que no se ha alcanzado una tregua a día de hoy. La razón principal no es otra que su negativa a participar del mercado de los opiáceos, esencial para mantener la presencia del Estado en aquellas zonas en las que su poder es aún débil. La compra-venta de opio actúa a un tiempo como nexo entre Estado y milicias pro-gubernamentales y como línea roja entre aquél y los grupos insurgentes.
El KIA es de los grupos más influyentes en la insurgencia étnica, con hasta 10.000 combatientes y un área de influencia que se extiende hasta el vecino Estado de Shan. En él, una estrecha relación con el TNLA, que aporta 6.000 milicianos al frente septentrional, les permite desafiar también al Tatmadaw. A través del TNLA han establecido lazos con el Ejército Unido del Estado de Wa (UWSA), beneficiario de una tregua, apoyado por China y con un total de 20.000 soldados bajo su mando. Estas recientes conexiones hacen temer al Ejército la formación de un frente común en la periferia.
Con la llegada de la primavera y, con ella, de las condiciones óptimas para el combate, el Estado ha lanzado varias ofensivas este 2018 en el Estado de Kachin, provocando hasta 5.000 desplazados a nivel interno, según la ONU. Uno de los motivos detrás de la escalada es la lucha por los recursos minerales. Por tanto, la intensidad de estos combates ha afectado también a los trabajadores de las zonas mineras, que han quedado atrapados en el conflicto armado en más de una ocasión.
Es el caso de los 2200 mineros encerrados en la mina de Tanai. El Tatmadaw permitió la huida de 800 niños, mujeres y ancianos, obligando a los trabajadores a permanecer en una zona de peligro hasta que acabaron los combates con la Segunda Brigada del KIA.
Como añadido a las tensiones locales, los recientes enfrentamientos entre el Tatmadaw y el TNLA en la región limítrofe con China han causado 19 muertos en un casino y han cristalizado en un aumento de la tensión fronteriza. El hecho de que entre ellos hubiera dos nacionales chinos ha sentado muy mal en el país vecino: China exige un acuerdo de paz sólido y de alcance general que ponga fin a la inestabilidad en la zona. Este es un elemento externo de peso para el ejército a la hora de la planificación estratégica.
El papel de China
El Estado chino ha construido con cautela su red de influencias con las etnias chinas en Myanmar, dotándolas de armas y entrenándolas, mientras mantenía una estrecha cercanía con la Junta militar, de la cual es el mayor socio comercial. De esta forma el gigante asiático ha logrado consolidar su influencia como mediadora entre estos grupos y el Ejército.
Poco a poco Beijing ha logrado desplazar el Acuerdo Nacional de Cese al fuego (NCA) dando mayor prevalencia a aquellas negociaciones apoyadas por ella. Por un lado una Conferencia por la Paz y la Unión reunió a varios grupos insurgentes; por otro lado el Gobierno chino ha impulsado la creación de un bloque negociador que reúne, entre otros grupos septentrionales, al KIA, el TNLA, los Shan y los UWSA (del Estado de Wa). De esta forma el Gobierno de Myanmar se ve obligado a sentarse a hablar con un bloque unido en vez de poder aprovechar las divisiones.
Estas oportunidades surgen gracias al fracaso de los acuerdos de paz respaldados por el Gobierno. La incapacidad del Estado a la hora de pacificar la situación abre una ventana para el afianzamiento de la posición china. Al mismo tiempo, la enorme dependencia de Myanmar hacia Beijing, tanto política como económica, lleva al Gobierno a ceder en su favor.
En el plano económico destacan los proyectos de Zonas Económicas Especiales en Shan y en Rakhine, territorio de los rohingya, precedidos de una gran inversión china en la planificación del desarrollo regional. Merecen especial atención los oleoductos en construcción, cuyo recorrido atraviesa varias zonas en disputa. La inversión en uno de ellos asciende a 2450 millones de dólares, con participación de la petrolera estatal china CNPC.
Estas infraestructuras, vitales para China, son atacadas en ocasiones por diversas guerrillas en un intento de forzar la presión diplomática sobre la Junta. Los oleoductos son irrenunciables al ser la vía para evitar el peligroso Estrecho de Malaca, foco de la piratería internacional, y necesarios para traer gas y petróleo desde Oriente Medio.
Conclusiones
Myanmar vive una situación de conflicto que no se ha abordado de manera resolutiva en los acuerdos de paz, los cuales funcionan como meros parches temporales. El camino que lleva este proceso no avanza hacia una paz definitiva sino que pretende congelar los enfrentamientos. En el mejor de los casos no se pondrá fin a los choques de intereses subyacentes; lo único que se conseguirá será desescalar la violencia de estos choques hasta la desaparición del conflicto armado, sin que la brecha social quede reparada.
El expolio de los recursos mineros, la amenaza de una futura deforestación a manos de multinacionales chinas y occidentales y el tráfico de opio a través del Triángulo de Oro plantean las verdaderas bases materiales del conflicto. Mientras no se resuelvan, la insurgencia no dejará las armas, ya que firmar la paz con las condiciones actuales equivaldría a la rendición absoluta y supondría el exterminio cultural, la impunidad del narcotráfico y la dependencia del Estado central.
Asimismo, sólo una verdadera federalización y una separación de poderes efectiva permitirían cerrar los frentes existentes, garantizando un autogobierno real a las etnias periféricas. Las reformas democráticas del partido liberal, en cambio, adolecen del mismo mal que los acuerdos de paz: carecen de profundidad y de una intención honesta de cambiar los fundamentos del Estado autoritario.
La conclusión lógica es que no hay solución interna posible dados los intereses contrapuestos de las distintas partes. El proyecto liberal-democrático apoyado por Occidente ve desgastada su legitimidad día a día. La actuación de China cobra cada vez más importancia, y la tutela ejercida sobre el país será, al final, un factor determinante para su futuro.
Artículo escrito por Angel Marrades (@Vonkoutli) y Victor Zammit (@ZammitNoSamyt)
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