Parte uno – Parte dos – Parte tres
Escrito por Àngel Marrades
¿Qué podemos esperar de cuatro años más de Donald Trump como presidente? Si se confirman los miedos de los think tank tradicionales de política exterior un segundo mandato de Trump no solo implicaría una política continuista con el primero, sino que la victoria electoral implicaría el respaldo de todas las anteriores políticas redoblando su apuesta. Esto se traduciría en un mayor desarrollo de la política del America First, reduciendo los compromisos de Estados Unidos con sus aliados de la OTAN, John Bolton ha declarado que Trump abandonaría la Alianza Atlántica, en un giro aislacionista y aumentando la presión sobre Bruselas como rival comercial, vigorizando las tesis proteccionistas del nacionalismo económico. Desde esta visión su reelección supone el fin del orden internacional de la pos-Segunda Guerra Mundial y la pos-Guerra Fría.
Sin embargo, si atendemos al curso que ha tomado la Administración Trump podemos afirmar que, aunque parte de estas afirmaciones son ciertas, hay cuestiones fundamentalmente distintas debido a que no se atiende tanto a los intereses que simboliza Trump como a su persona. Analizaremos por lo tanto tres áreas clave de la política exterior estadounidense: China, Oriente Medio y la OTAN.
China: pausa táctica a las orillas del Rubicón
Respecto a China es donde Donald Trump retiene mayores apoyos del stablishment de política exterior Republicano, a la vez que hay una política más armónica de consenso bipartidista. Trump ha continuado el giro estratégico para enfrentar a China con el Pivot to Asia de Obama abandonando los conflictos de Oriente Medio. Aquí la principal política marco que se ha introducido ha sido la creación del Comando del Indo-Pacífico de los Estados Unidos (USINDOPACOM) a partir de 2018, sustituyendo al Comando del Pacífico (USPACOM). Esta decisión va dirigida, no solo a dar un mayor énfasis al papel del Sudeste Asiática y el Índico, sino que tiene la intención de desplegar una política más amplia “de contención” que cubra la creciente influencia de China en su vecindario inmediato. La política del Indo-Pacífico, «Estrategia para un Indo-Pacífico Libre y Abierto», la cual va dirigida hacia el Mar del Sur de China concretamente, sirve además a Estados Unidos como marco de referencia desde el que impulsar una narrativa común con otros países e implantar sus objetivos políticos en la región (dirigidos principalmente a esa contención de China, además de asegurar una mayor apertura a los capitales estadounidenses). Países como Japón, Alemania, India, Australia, Indonesia o Singapur han abrazado esta idea. A su vez Estados Unidos está tratando de construir alianzas diplomáticas y militares como el Quad (Quadrilateral Security Dialogue es un foro estratégico informal entre los Estados Unidos, Japón, Australia e India), donde este año por primera vez se ha incluido a Australia en los ejercicios militares navales Malabar. O como el propuesto D10, un G7 ampliado de “democracias” que incluyera a Australia, India y Corea del Sur.
Un segundo mandato de Trump continuará impulsando estas estrategias de “alianzas de democracias” contra “el autoritarismo chino” como narrativa. Sin embargo, existe hasta cierto punto un conflicto con esta estrategia que impide su desarrollo completo por un lado la naturaleza “iliberal” y “nacional-populista” de Trump, y su ala política, y el apoyo a gobiernos como el filipino con presidentes como Rodrigo Duterte. Además, la primera problemática, que viene referida a los intereses de esa fracción de la burguesía que representa Trump, supone la búsqueda de acuerdos comerciales más favorables a la balanza comercial de Estados Unidos con países como Corea del Sur y Japón, a los cuales la Administración Trump ha presionado desde el ámbito de la defensa y la seguridad, donde también ha exigido un mayor compromiso de gasto, planteando retirar tropas de Corea del Sur y suspendiendo ejercicios militares. En definitiva en este aspecto aunque es muy probable que haya un avance hasta el establecimiento efectivo de una alianza por un “Indo-Pacífico Libre y Abierto”, es decir, contra China, también se crearan roces que podrían hacerle distanciarse de aliados (como Corea del Sur o Filipinas).
Por otra parte, la retórica anti-comunista, por contradictorio que sea, desplegada por el Secretario de Estado Mike Pompeo contra China en su discurso La China Comunista y el Futuro del Mundo Libre marca una narrativa que trata de rememorar a la Guerra Fría:
Debemos admitir una dura verdad que debería guiarnos en los años y décadas venideras, que si queremos tener un siglo XXI libre, y no el siglo chino con el que sueña Xi Jinping, el viejo paradigma del compromiso ciego con China simplemente no lo logrará. No debemos continuarlo y no debemos volver a él. Como el Presidente Trump ha dejado muy claro, necesitamos una estrategia que proteja la economía estadounidense, y de hecho nuestra forma de vida. El mundo libre debe triunfar sobre esta nueva tiranía.
La Administración Trump ha tratado de utilizar la crisis del coronavirus para vender este discurso, pero a la vez no ha construido ninguna iniciativa con sus aliados tradicionales para combatir la pandemia, utilizando en su lugar difamaciones racistas como “china-virus” y abandonando la Organización Mundial de la Salud.
Por último, Taiwán tomará cada vez mayor importancia, Estados Unidos esta realizando mayores ventas de armamento a la isla, a la vez que la República Popular China ha aumentado la presión rompiendo la tácita línea de demarcación aérea casi diariamente durante los últimos meses. La cuestión de la “Política de Una Sola China” podría ponerse además en duda por las protestas en Hong Kong y el gobierno pro-independentista de Taiwán con Tsai Ing-wen gracias a su reelección en enero de 2020.
Otra cuestión clave para con China será la Fase 1 del Acuerdo Comercial. La intención declarado es ir avanzando en tres fases hasta conseguir un acuerdo comercial completo entre Estados Unidos y China que resuelva las disputas. Pero atendiendo a los objetivos reales de cada una de las partes no deberíamos esperar ninguna “fase 2”. China solo quiere una tregua de la guerra comercial porque en este momento no tiene el poder para enfrentarse a Estados Unidos en una disputa abierta y continuar la escalada iniciada en 2018, Beijing espera llegar a los objetivos de la estrategia “Made in China 2025” para poder rivalizar a la industria estadounidense, de la que aún tiene dependencias en importaciones claves. Mientras para Estados Unidos, bajo la presidencia de Trump, el acuerdo ha servido para cumplir unos objetivos mínimos de ralentizar el crecimiento chino, conseguir unos objetivos económicos favorables y partir ahora desde una posición ventajosa gracias a la guerra comercial. Los términos impuestos por Estados Unidos en el acuerdo son beneficiosos, pero también responden aun interés electoral de Trump, por lo que deberíamos esperar un primer periodo de reconstrucción de la economía nacional en que se mantenga el statu quo, y una ruptura posterior para reanudar la guerra comercial.
Relativo a la guerra comercial también esta la cuestión de Huawei y la red 5G, la Administración Trump ha tratado de conseguir el compromiso de los países europeos de eliminar a Huawei y ZTE como proveedores, y ha conseguido algunos apoyos (Reino Unido y Suecia). La ventaja tecnológica de China en esta área es una de las de mayor preocupación para Washington. El segundo mandato de Trump debería traer mayores sanciones, una mayor rivalidad en el marco de la estrategia de la Great Power Competition y un mayor desacoplamiento económico con China, algo que sin duda será costoso.
Entre Irán (o Israel) y el viraje asiático
En Oriente Medio la política exterior estadounidense lleva congelada en un mismo dilema desde aproximadamente 2012: como realizar una retirada estratégica evitando que otras fuerzas ocupen el eventual vacío de poder. La invasión de Iraq en 2003 hizo a Estados Unidos perder su momento álgido unipolar y creo unos desequilibrios en la región que no han podido ser reconstruidos desde entonces. Como resultado, cualquier intento de salida ha supuesto una debilitación de los gobiernos estadounidenses en la región, como cuando Obama retiró las tropas de Iraq en 2009. El principal rival en la región que se ha beneficiado ha sido Irán, por ello en 2015, en un momento de declive del poder persa y su creciente chií con el auge de Estado Islámico y la Guerra Civil siria, la Administración Obama trató de pactar un equilibrio geopolítico en la región a través del Acuerdo Nuclear iraní (JCPOA) que permitiera virar hacia el Pacífico. Sin embargo, la intervención de Rusia en Siria, cambiando la realidad sobre el terreno al recomponer la media luna chií, sumado a la presión ejercida por el eje Tel Aviv-Riad ha descarrilado este proceso.
En contraposición, la Administración Trump ha trabajado en una vía bien distinta, la creación de una alianza arabo-israelí que impida a Irán la adquisición de la bomba, estructure un orden regional construido alrededor de Israel, perpetúe la política de «Ventaja Militar Cualitativa» (QME) y asegure el monopolio nuclear sionista. Pero históricamente se ha presentado una aparente contradicción en el desarrollo de esta alianza, la cuestión palestina. La solución ha sido “sencilla”, coaccionar a Palestina ofreciendo un acuerdo de paz unilateral que, en caso de aceptarse, era la subordinación completa de Palestina a Israel a cambio de un posible futuro Estado palestino, mientras que la negativa abría la puerta a aceptar la anexión israelí. Este «Acuerdo del Siglo» no era más que una excusa para abrir paso a aquellos acuerdo de paz que realmente importaban a Estados Unidos, esto es el reconocimiento de Israel por parte de Emiratos Árabes Unidos, Bahréin, Sudan y eventualmente Omán, Kuwait, Marruecos y Arabia Saudí.
En este contexto se entiende la ruptura del JCPOA por parte de Estados Unidos y la estrategia de «máxima presión» aplicada desde entonces. Los puntos de mayor tensión de esta estrategia se han concentrado durante el primer mandato de Trump en el Golfo Pérsico e Iraq, donde se produjo el momento álgido de tensiones con el asesinato del general Qassem Soleimani y el bombardeo de represalia con misiles balísticos sobre las bases militares estadounidenses Ayn Al Asad y de Erbil con la «Operación Mártir Soleimani». Pero como ya hemos señalado esto no implica que Estados Unidos, y Trump, a pesar del apoyo neoconservador inicial que si ve la guerra y reordenamiento de la región como mejor salida a este dilema, vayan a entrar en una nueva «guerra interminable».
¿Qué esperamos entonces de un segundo mandato de Trump en Oriente Medio? En primer lugar, la retirada de las tropas de Afganistán, con un resultado similar al de Iraq en 2009. En segundo lugar, la elección en 2021 de un nuevo presidente en Irán más conservador y cercano a la facción principalista, como podría ser Ali Larijani, que eleve la retórica con Estados Unidos mientras mantiene un pie dentro del JCPOA si la UE acepta hacer avanzar el acuerdo, si la UE no da señales rápidas de estar dispuesta el acuerdo morirá. En tercer lugar, la crisis iraquí entrará en una nueva fase, Irán y las milicas chiíes exigirán la salida de Estados Unidos según la aprobado por el parlamento iraquí, con represalias si no se cumple, esto sumado a la profunda crisis política del país, con nuevas protestas y elecciones parlamentarias en junio de 2021, puede conducir a algún tipo de conflicto limitado. Por último, el desarrollo de esta alianza arabo-israelí creara nuevas tensiones en Oriente Medio con un mayor acercamiento entre Irán y Turquía, pues para Emiratos Árabes Unidos su principal rivalidad está en Ankara, y no en Teherán, incluyendo aquí las preocupaciones de Washington por un mayor peso del “Grupo de Astana” en la región (Rusia, Irán y Turquía). Por lo tanto, la política exterior de Trump, bajo el objetivo de esta retirada estratégica, debería reducir la importancia de esta región para Estados Unidos, dejando el terreno abierto a una competición de potencias regionales, pero su peso relativo y los compromisos con la formación de esta alianza arabo-israelí podrían envolver a Washington en una crisis de mayores dimensiones con la República Islámica.
Atlantismo en la encrucijada
Cuatro años más de Trump tirará por tierra cualquier esperanza de los principales líderes de la Unión Europea, especialmente Alemania, que esperan una victoria de Joe Biden y, de esta forma, la restauracion de la Alianza Atlántica. Pretendiendo imaginar que estos cuatro años han sido una anomalía, una victoria de Trump supondría la perdida de referencia, liderazgo y rumbo para el bloque, obligando a las capitales europeas a reflexionar su nueva relación con Estados Unidos. La Administración Trump no abandonará la OTAN, puesto que la crisis no se da en términos de membresía, sino de los compromisos y objetivos en un momento geopolítico en que Estados Unidos tiene la necesidad de virar hacia el Pacífico para mantener (o recuperar) su hegemonía, eso significa que Washington exige a sus aliados que asuman un mayor compromiso de gasto en la alianza. La Administración Trump no abandonará la OTAN porque no quiere renunciar a su dominación y a ese entramado de alianzas que le permiten ostentar una posición preeminente en el globo. En un eventual segundo mandato Trump continuará ejerciendo una política de divide et impera buscando acuerdos bilaterales, azuzando la guerra comercial y exigiendo que se cumpla el 2% de gasto en defensa.
Podemos dar varios ejemplos, la presión a Reino Unido con el acuerdo comercial para que distancie su relación con la Unión Europea, las sanciones al proyecto gasífero ruso-germano Nord Stream 2, la retirada de tropas de Alemania para estacionarlas en Polonia, amenazar con sanciones a empresas europeas que hagan negocios en Irán o apoyar a fuerzas políticas nacional populistas en la Unión Europea. De esta forma, algunos países del Este de Europa debido a su rusofobia, como Polonia, y a que anteponen las buenas relaciones con Estados Unidos a Bruselas apostarán por acuerdos bilaterales frente a iniciativas conjuntas dentro del marco de la Unión Europea. Ante esta situación el eje franco-alemán se replanteará seriamente el futuro de la Alianza Atlántica y la posición de la Unión Europea. El golpe más duro sería para Berlín que debería imaginar un futuro en que su relación con Estados Unidos cambie radicalmente, ya no sea una dirigida bajo los principios de la “seguridad transatlántica”, sino en base a una relación bilateral en que Alemania esta comprando su seguridad y monopolio en el Este de Europa, todo ello en un momento de inflexión para Alemania: el fin de la era Merkel en 2021. París, por el contrario, afronta la situación de manera bien distinta, la búsqueda de la autonomía estratégica, y para ello no ha necesitado esperar a la muerte del liderazgo estadounidense. Emmanuel Macron ha afrontado desde un inicio el declive del liderazgo atlántico como una oportunidad de elevar su política exterior francesa gaullo-mitterrandista al nivel de política exterior europea, bajo el paradigma de la soberanía europea, lo que no significa que Francia no valore su alianza con Estados Unidos como se vio en el cortejo de Macron a Trump en entre 2017-2018. Un segundo mandato de Trump mejoraría las perspectivas francesas que podría presionar a una Alemania escéptica de Trump, que espera una victoria de Biden, y en transición. El primer test que deberá afrontar el eje franco-alemán en 2021 para demostrar su autonomía estratégica es el Acuerdo Nuclear con Irán (JCPOA), las capitales europeas ya fallaron en esta tarea con el mecanismo INSTEX de transacciones financieras.
A pesar del mantenimiento de la OTAN la política exterior estadounidense deberá asumir cada vez contradicciones más evidentes en dos frentes: Turquía y Rusia. La relación con Rusia para la Casa Blanca es especialmente compleja, la llegada de Trump fue vista desde el Kremlin como una oportunidad para lograr algún tipo de acuerdo y sembrar desunidad en el seno de la Alianza Atlántica. Si bien esto último se cumplió los intentos de alcanzar un acuerdo tras la cumbre de 2018 en Helsinki desaparecieron con un Trump internamente debilitado ante las acusaciones de interferencia electoral de Rusia, los sectores del stablishment tanto Demócrata como Republicano junto al caso Skripal en Reino Unido bregaron el campo polarizando la relación y poniendo a Trump, y su círculo, en la necesidad de jugar el papel de “presidente más duro con Rusia”. Así la situación la clase política rusa, a diferencia de en 2016, no ve unánimemente a Trump como el candidato ideal, especialmente por la ruptura de los acuerdo de seguridad de la pos-Guerra Fría, como el Tratado sobre Fuerzas Nucleares de Rango Intermedio (INF), el Tratado de Reducción de Armas Estratégicas (New START) o el Tratado de Cielos Abiertos (TOS). Si Donald Trump seguirá jugando este papel con Rusia o podrá maniobrar esta por verse, Francia puede tener un rol en este sentido al haber hablado directamente de cambiar la relación con Moscú. Turquía por otra parte parece que estaria más satisfecha por una victoria de Trump, ya que en el terreno que propone el republicano es donde mejor puede Ankara moverse en el balanceo entre su membresía a la OTAN (y alianza con Estados Unidos) y sus buenas relaciones con Rusia. Esto se debe a la falta de disciplina aplicada por Trump en la OTAN, debido a la estrategia e intereses de este.
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