Mientras se intensifica la contundencia rusa sobre suelo ucraniano ante el enquistamiento de la ofensiva, en el frente mediático la actividad sigue siendo frenética. En pleno siglo XXI, la batalla por el relato es casi tan importante como la que se da sobre el terreno mediante fusiles, obuses y tanques, y sabedores de ello, los aparatos propagandísticos de ambos lados no escatiman recursos ni voceros para propagar su particular visión del conflicto a través de las redes sociales y medios afines.
La guerra de Ucrania no constituye, por sí misma, un episodio puntual. Lo hemos constatado igualmente en otros conflictos recientes, siendo posiblemente el del Nagorno-Karabaj entre Armenia y Azerbaiyán uno de los más evidentes y cuyos paralelismos con la actual situación en Ucrania se ven con más facilidad. Durante las seis semanas que duró el conflicto, entre el 27 de septiembre y el 10 de noviembre de 2020, la mayoría de los medios de comunicación de Armenia y Azerbaiyán basaron casi exclusivamente su cobertura bélica en la información provista por sus respectivos Ministerios de Defensa. El relato fue, por tanto, asimétrico y desigual, compartiendo las declaraciones oficiales acríticamente y sin mostrar el menor interés en hacer llamadas al diálogo entre las partes.
En el caso de Armenia, el gobierno optó por proveer de un acceso casi irrestricto a los medios internacionales, al saberse la parte débil y más afectada del conflicto. Asimismo, fue habitual ver al primer ministro Nikol Pashinián y su gabinete adoptar un enfoque casual y cercano en las redes sociales para alentar a la resistencia de la ciudadanía, si bien esa espontaneidad derivó en publicaciones a menudo confusas que brindaron oportunidades para la difusión de información errónea.
Como podemos constatar, es una radiografía fácilmente extrapolable a la de Ucrania y su presidente, Volodímir Zelenski, consagrado como líder del pueblo y que sin embargo no ha estado exento de polémicas. Así, por ejemplo, tras la toma de la Isla de las Serpientes por parte del crucero Moskva y el patrullero Vasily Bykov el 24 de febrero, Zelenski no dudó en decir públicamente que “todos los defensores de la Isla de las Serpientes murieron, pero no se rindieron. Todos ellos serán nombrados héroes de Ucrania”. Cuatro días más tarde, y ante las evidencias gráficas facilitadas por los rusos, la armada ucraniana tuvo que salir al paso y decir que “creemos firmemente que todos los defensores ucranianos de la Isla de las Serpientes pueden estar vivos”.
Los azeríes, por su lado, limitaron severamente el acceso de la prensa internacional, y a los periodistas a menudo se les asignaban observadores del gobierno para interferir en los informes. Además hubo un masivo apoyo popular, sobre todo plasmado en redes sociales y aupado por la infraestructura propagandística turca, que jugó un papel importante en maximizar las aspiraciones y reivindicaciones nacionalistas del país.
De aquí podemos sacar algunos paralelismos con Rusia, más si cabe tras escuchar el discurso a la nación de Vladimir Putin del pasado 21 de febrero. Al margen de reconocer las repúblicas de Donetsk y Luhansk amparándose en “la obligación de defender a su población étnica rusa ante la creciente rusofobia y neo-nazificación de Ucrania”, adujo que el país estaba “formado mayormente por territorios históricamente rusos”, que habían sido “transferidos en determinados momentos de la historia por exdirigentes soviéticos sin tener en consideración la voluntad de su gente”. Este revisionismo histórico evidencia la voluntad de Putin por recuperar la grandeza de la Madre patria, apuntalado por el ultranacionalismo ortodoxo toda vez que el país ha recuperado buena parte de su preponderancia en el tablero internacional tras la descomposición de la URSS.
En el caso de la invasión de Ucrania, el Kremlin ha optado por un enfoque diametralmente opuesto, cortando de raíz el acceso a las redes sociales y sesgando el discurso oficialista al afirmar que “no es el inicio de una guerra, sino el final del conflicto en el Donbás”. Contrariamente a lo que mucha gente puede pensar, y de bien seguro gracias en parte a su potente aparato mediático, esta percepción es ampliamente apoyada en Rusia. En la última encuesta realizada a mediados de febrero por el prestigioso centro sociológico Levada, tan solo un 7% de los ciudadanos rusos atribuían la culpa de las crecientes tensiones con Ucrania al gobierno central, mientras que el 60% señalaba a Estados Unidos y a la OTAN como responsables de la crisis, tal y como defiende Putin.
No todos lo ven así. Según el analista Según Alexander Baunov, del Carnegie Moscow Center, “no había una gran demanda para una guerra”, y Putin -más centrado en la historia que en la opinión pública- “a duras penas se ha esforzado por generarla”. Tal es así que en los días y semanas previas al jueves 24 de febrero, fueron múltiples las voces dentro del propio gobierno ruso que dijeron que no habría ninguna guerra, desde el presidente Putin al ministro de exteriores Lavrov.
Sea como fuere, tanto Ucrania como Rusia juegan sus cartas e intentan imponer su línea narrativa ya no solo para influenciar y convencer a sus ciudadanos, sino incidir en la comunidad internacional. Y más allá de las evidencias incontestables que expone la brutalidad de la guerra, hay cada vez más espacio para falsas afirmaciones sensacionalistas amparadas en el nacionalismo de bandera, que encuentran en las redes sociales un gran altavoz, especialmente entre los jóvenes. El auge de plataformas como Twitter, Telegram o TikTok incentivan el consumo de contenido breve, fácil de digerir y con gran carga emocional, que a menudo incluyen llamadas a la acción, una táctica efectiva para activar a las personas y hacerlas partícipes de un movimiento o ideología.
La desinformación suele propagarse mucho más rápido que los informes de investigación más críticos o el análisis de expertos, lo que priva a los medios de comunicación de su función tradicional de mediar y, en varios sentidos, regular la información. Son ejemplos de ello el mito del “Fantasma de Kiev”, un supuesto piloto ucraniano que habría abatido hasta media docena de cazas rusos; o el derribo de dos aviones de transporte rusos Ilyushin Il-76 llenos de paracaidistas por parte de sistemas antiaéreos ucranianos. Si bien no hay una sola prueba o evidencia gráfica que apoye estos titulares, es igualmente cierto que han tenido un efecto propagandístico inmenso en las redes sociales, hasta el punto de encontrar réplica en multitud de medios convencionales. En el segundo caso, incluso, llegó a contar con la corroboración de dos funcionarios estadounidenses con aparente conocimiento de causa.
Otro caso que evidencia la magnitud del problema es la red desmantelada por Meta, la matriz de Facebook, el pasado 27 de febrero. Gestionada tanto desde Rusia como Ucrania, dirigían páginas web haciéndose pasar por entidades de noticias independientes, y creaban perfiles de personas falsos para dar veracidad a su narrativa. A través de ellas, volcaban todo tipo de noticias contra los intereses de Ucrania y generar así división interna.
En este duelo por la narrativa, no hay vencedores, solo vencidos. La subversión de la realidad aflora la radicalización ideológica, lo que en última instancia se traduce en imposiciones, un peligroso precedente. El fiscal general de la República Checa, Igor Stříž, dijo el pasado 26 de febrero que cualquier tipo de apoyo público a la agresión rusa sobre Ucrania, ya fuera en manifestaciones o en redes sociales, podría enfrentar hasta 3 años de cárcel. ¿Deben ponerse límites a la libertad de expresión?
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