El exsenador estadounidense John Warner anunció al Congreso de los Estados Unidos durante la segunda semana de marzo de 2006 que la empresa estatal emiratí Dubai Ports World (DP World) cedería sus derechos sobre la gestión de seis de los puertos más importantes de E.E.U.U. a una compañía fundada en ese mismo país para garantizar la seguridad de la superpotencia contra agresiones terroristas.
DP World había comprado la conocida operadora portuaria británica Peninsular and Oriental Steam Navigation Company (P&O) por 5.670 millones de euros en los últimos días de febrero, adquiriendo la potestad que esta ostentaba sobre los puertos de Nueva York, Nueva Jersey, Baltimore, Nueva Orleans, Miami y Filadelfia. La operación contó con la aprobación del Tribunal Supremo británico, aunque la naviera estadounidense Eller & Company (Eller & Co) intentó deslegitimarla argumentando que el grado de competitividad en el sector de los negocios marítimos se vería mermado.
La mayoría de los congresistas estadounidenses también estaban preocupados por la posibilidad de que una empresa emiratí controlara la actividad de seis de los mayores puertos de E.E.U.U. Sus sospechas las basaban en los informes redactados por el Buró Federal de Investigaciones (FBI, en sus siglas en inglés) y el Departamento de Justicia tras los atentados del 11 de septiembre de 2001. Estos confirmaban que dos de los diecinueve terroristas que habían participado en los ataques sobre Nueva York, Virginia y Pensilvania poseían la nacionalidad emiratí, y que parte del dinero financiador de los ataques provenía de cuentas bancarias de los Emiratos Árabes Unidos (EAU).
El entonces presidente de los Estados Unidos, George W. Bush, apoyó la adquisición de P&O por DP World, pero la Cámara de Representantes aprobó una ley que, más tarde, obligaría a los árabes a vender sus derechos de gestión en los puertos -a pesar de que los directivos de la compañía habían aceptado poner a prueba sus sistemas de vigilancia ante expertos norteamericanos con el objetivo de detectar posibles brechas de seguridad-.
Dos años antes de estos sucesos, el más poderoso de los seis jeques que crearon los EAU en diciembre de 1971, Zayed bin Sultán Al Nahayan, falleció tras haber ejercido los cargos de presidente de la federación y de emir de Abu Dabi durante más de tres décadas. Su hijo mayor, Jalifa bin Zayed Al Nahayan, le sustituyó en la jefatura de los Gobiernos federal y local durante los últimos meses de su vida, a finales de 2003, y fue ratificado como nuevo jefe del Estado emiratí al morir el jeque bin Sultán en noviembre de 2004. Otro de sus dieciocho hermanos, Mohamed bin Zayed, fue nombrado príncipe heredero adjunto del emirato de Abu Dabi. Una nueva generación tomaba el control del país, y este hecho provocaría el cambio de los fundamentos en los que se basaban las políticas interior y exterior ejercidas por los fundadores de la federación.
El apoyo de Abu Dabi a la causa palestina
Cuando llegó al poder como presidente, el jeque Zayed adquirió la responsabilidad constitucional de establecer una firme línea de dirección en los asuntos internacionales. Su prioridad era mantener y mejorar las relaciones de los emiratíes con el mundo árabe e islámice, en vista de los numerosos e importantes acontecimientos que se estaban produciendo en Asia Occidental y en el África Oriental, regiones en pleno proceso de descolonización.
Uno de los primeros desafíos a los que este tuvo que hacer frente como alto dirigente de los EAU fue el del quinto enfrentamiento consecutivo entre árabes y hebreos por los territorios de Palestina desde la fundación del Estado de Israel (14 de mayo de 1948). El 6 de octubre de 1973, los Ejércitos de Siria y Egipto atacaron por sorpresa a las tropas israelíes situadas en las guarniciones fronterizas durante la festividad sagrada judía del Yom Kipur. Su objetivo era recuperar los altos del Golán, la franja de Gaza y la península del Sinaí, que les habían sido respectivamente arrebatados a los dos países árabes por Israel durante la guerra de los Seis Días (1967).
Las fuerzas militares árabes tomaron la iniciativa durante los primeros días de la ofensiva, pero Israel se recuperó rápidamente del desconcierto causado por el factor sorpresa, frenó el avance de sus enemigos, estabilizó los frentes y concentró sus reservas tras ellos. El Ejército hebrero ejecutó varios contraataques contra las tropas sirias y egipcias, obligándolas a retroceder más allá de sus respectivos puntos de partida.
Cuatro semanas después, los respectivos aliados de los contendientes, E.E.U.U. y la URSS, les forzaron a establecer un cese de las hostilidades, a través de la ONU, que se declaró el 22 de ese mismo mes. Para entonces, la artillería israelí podía alcanzar las capitales de Damasco y El Cairo con su fuego.
La Organización de los Países Árabes Exportadores de Petróleo (OPAEP), que en ese momento agrupaba a Egipto, Siria, Túnez y las naciones pertenecientes a la Organización de los Países Exportadores de Petróleo (OPEP), decidió, en una sesión celebrada el 16 de octubre, no exportar más petróleo a los países que habían apoyado a Israel durante la guerra del Yom Kipur. Los EAU, integrados en la OPEP desde 1967 —antes de que se independizaran del Imperio británico—, defendieron con efervescencia esta medida de presión y llegaron a proporcionar apoyo financiero a los «Estados de primera línea» en la lucha panárabe contra los israelíes, aunque no introdujeron a sus propias tropas en el conflicto.
La Revolución islámica de Irán y sus consecuencias regionales
El hoy fallecido presidente emiratí se ganó la enemistad declarada del Estado hebreo durante las siguientes décadas debido a esta política. También perjudicó a su propia nación porque el boicot del petróleo (1973-1974) provocó una recesión económica mundial cuyos efectos se vislumbraron durante años en las altas tasas de inflación y los bajos niveles de crecimiento del Producto Interior Bruto (PIB) de casi todos los países del mundo.
Pero los problemas de los recién constituidos Emiratos Árabes Unidos no se limitaban al conflicto por Palestina. Seis años después del inicio de la guerra de Yom Kipur, la población iraní se rebeló en masa contra el sah Mohamed Reza Pahlevi y lo depuso en favor del ayatolá chií Ruhollah Musavi Jomeini, quien fue el creador de la actual República islámica de Irán.
En principio, el derrocamiento del último monarca persa resultó ser un acontecimiento positivo. Su régimen había sido prooccidental y laico, y su policía secreta, la SAVAK, había torturado y asesinado a miles de disidentes islamistas. Además, su huida del país en enero de 1979 demostraba que Israel había perdido a su único aliado en la región, lo que podía ocasionar una futura intervención militar de las naciones árabes para recuperar Palestina.
Los nuevos gobernantes iraníes llegaron al poder un mes después de que el sah se exiliara. Sustituyeron la estructura de la monarquía laica por un sistema republicano y teocrático, enfriando las relaciones diplomáticas con los israelíes y sus aliados occidentales sin tardanza. Sin embargo, aunque eran fervientes creyentes del islam, tampoco suscribieron alianzas con sus vecinos musulmanes porque entre ellos había grandes diferencias.
La cuestión religiosa era la que suscitaba más problemas. Irán es uno de los cuatro países del mundo donde los fieles islámicos pertenecen, en su mayoría, a la corriente chiita —grupo que defiende la idea de que solo los familiares de sangre del profeta Mahoma pueden suceder a este como califa y líder espiritual—. En cambio, todos los países de la región, excepto Azerbaiyán, Irak, Irán y Baréin, cuentan con una población musulmana principalmente integrada en la corriente sunita —cuyos miembros creen que la elección del líder de la comunidad religiosa islámica no debe basarse en el criterio genético—.
El factor étnico también influyó en la hostilidad de Irán hacia sus vecinos. Sus habitantes descienden de los persas, un antiguo pueblo indoeuropeo procedente de las estepas rusas que se comunicaba en farsi, una lengua distinta de los dialectos hablados en la península Arábiga y en el norte de África. Por otro lado, los árabes forman parte de los pueblos semíticos citados en el Génesis, el primer libro de la Biblia, como herederos del hijo mayor de Noé, Sem.
El conflicto irano-iraquí
El Gobierno federal emiratí no tardó en sentirse amenazado por la nueva República iraní, y no solo por la división religiosa entre suníes y chiíes —estas agrupaciones están presentes en ambas naciones, forman distintas mayorías y minorías en cada una, y reclaman seguridad a una u otra dependiendo de sus distintos intereses—. El sah había arrebatado a los EAU las islas de Tunb Mayor, Tunb Menor y Abu Musa, situadas en el estrecho de Ormuz, cuando estos se habían independizado y desligado de la protección británica.
El cambio de régimen en Irán podría haber supuesto su devolución, pero no fue así. De hecho, los militares emiratíes siempre han temido que se usen como plataformas de bombardeo contra objetivos estratégicos, como las plantas desalinizadoras de agua de los Emiratos Árabes Unidos o el oleoducto que conduce el petróleo nacional hasta el puerto de Fuyaira —desde donde los buques pueden transportar este valioso recurso sin correr el riesgo de un bloqueo del tráfico marítimo en el estrecho de Ormuz por parte de los iraníes—.
Irak, que comparte frontera con la nación persa, había tenido una serie de disputas con esta por el control de una estrecha franja de tierra colindante con el golfo Pérsico, entre los límites de Kuwait e Irán. En ella se encuentran el único puerto de aguas profundas iraquí, Um Kasar, y el río Shatt-al-Arab, una de las pocas fuentes de agua dulce de esta árida región. Los Acuerdos de Argel (1975) proporcionaron una solución para las dos partes al delimitar la frontera internacional en la línea media del canal navegable principal del río.
Cuatro años más tarde, el presidente iraquí Ahmed Hasán al Bakr dimitió y fue sustituido por Sadam Husein, un militante del Partido Baaz Árabe Socialista que se había convertido en la figura pública más importante y popular del país. Este ocupaba altos cargos en el Gobierno desde el inicio de la década de 1970 y había promulgado las leyes que nacionalizaron los recursos naturales de la nación, así como los tratados de amistad y cooperación internacional con la URSS.
El líder baazista transformó su programa de manera radical en cuanto ocupó la presidencia. Se alejó de la Unión Soviética, sustituyó a los gobernantes que se le oponían por miembros de la comunidad sunita de la gobernación septentrional de Saladino —en la que él había nacido y donde tenía grandes apoyos e influencia— e inició un proceso de acercamiento diplomático hacia E.E.U.U. y Francia.
Por último, aprovechó los conflictos entre los países occidentales y el Gobierno de los ayatolás para declararle la guerra a Irán, al que creía debilitado por el surgimiento de la Revolución islámica y el cambio de régimen, en septiembre de 1980. Sus principales objetivos eran abrir una salida más ancha hacia el mar Arábigo —a través del golfo Pérsico y el golfo de Omán— para Irak y acabar con la propaganda religiosa iraní sobre la población chiita iraquí, de la cual temía que podía rebelarse contra la minoría sunita gobernante.
La guerra afectó a todos los Estados y fuerzas político-militares de la región, provocando su posicionamiento en favor de uno u otro de los países contendientes. En concreto, la federación emiratí quedó dividida en su propio interior: cuatro de sus Estados apoyaban a Irak y tres a Irán. A pesar de este nuevo problema interno y del aumento de la tensión en Oriente Próximo, el jeque Zayed siguió trabajando para garantizar la seguridad y la estabilidad de la zona.
El presidente de los EAU era consciente de las principales dificultades a las que se enfrentaba su nación en aquellos años: la dependencia económica del petróleo y la incapacidad de defender un territorio tan extenso con una fuerza militar de pequeño tamaño. Varios países del entorno sufrían estos mismos problemas, así que el líder emiratí promovió, junto con otros dirigentes, la creación de un foro regional de cooperación política, económica y militar. Esta idea se materializaría con la fundación del Consejo de Cooperación para los Estados Árabes del Golfo (CCG) en mayo de 1981 —sus actuales integrantes son Baréin, Kuwait, Catar, Omán, Arabia Saudí y los Emiratos Árabes Unidos—. El establecimiento del CCG haría posible otro de los deseos de Zayed, que consistía en que los Estados de la zona formaran un bloque internacional independiente de los E.E.U.U. y la URSS en el contexto de la Guerra Fría.
La guerra del Golfo
La guerra entre los Gobiernos de Husein y Jomeini finalizó en agosto de 1988 sin un claro vencedor y con la aceptación, por parte de ambos bandos, de que la frontera seguiría siendo la acordada en Argel en 1975. Los enormes costes humanos y materiales de la contienda provocaron una grave crisis económica que afectó al desarrollo de las dos naciones durante las siguientes décadas, aunque el emir de Abu Dabi demostró que su mediación para buscar una solución pacífica al conflicto había contribuido a poner a fin a las hostilidades.
Sadam era consciente de que no había sido derrotado gracias al apoyo armamentístico y diplomático proporcionado por los regímenes occidentales enemigos de Irán, pero aun así se proclamó victorioso. Dos años después, ante la necesidad de saldar la deuda contraída por la compra del material militar utilizado en la guerra contra los ayatolás, y para conseguir la soberanía sobre unas islas desde las que sus vecinos meridionales podían cerrar su única vía de acceso al golfo Pérsico, invadió Kuwait, un pequeño país rico en petróleo que no podía enfrentarse a su potencial militar.
El Consejo de Seguridad de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), organismo encargado de mantener la paz y la seguridad mundiales, y la Liga de los Estados Árabes, creada en marzo de 1945 para defender los intereses comunes de las naciones árabes situadas en Oriente Próximo y el Magreb, condenaron la ocupación iraquí de Kuwait. La ONU votó varias resoluciones mediante las que impuso sanciones económicas y bloqueos marítimos y aéreos a Irak, y dio un plazo a Husein para que ordenara la retirada de sus tropas.
E.E.U.U. lideró una coalición de treinta y cuatro países cuyas fuerzas militares se desplegaron en la frontera saudí-iraquí entre agosto de 1990 y enero de 1991 para proteger a Arabia Saudí de un posible ataque de Sadam en el marco de la operación Escudo del Desierto. Las tropas de esta alianza pasaron a la ofensiva con la ejecución de la operación Tormenta del Desierto durante el primer mes de 1991, la fecha límite para que el Ejército iraquí abandonara Kuwait. Reconquistaron el territorio kuwaití e invadieron Irak, que se rindió el 28 de febrero después de disparar misiles balísticos Scud sobre Turquía, Israel y Arabia Saudita y de sostener una corta guerra defensiva en sus propias tierras.
El contingente internacional formado contra el régimen iraquí no contó con tropas de los Emiratos Árabes Unidos, aunque sí que tuvo el apoyo político de su Gobierno. Tras la victoria de la coalición en la conocida como guerra del Golfo (1990-1991), la ONU dictó un duro embargo económico contra Irak que causó graves trastornos a su población, excepto a las élites favorecidas por Sadam. Además, exigió que los militares iraquíes destruyeran o entregaran las armas de destrucción masiva —nucleares, químicas y biológicas— que habían usado contra la oposición kurda en el norte del país y en la guerra irano-iraquí.
El principal motivo por el que EAU apoyó estas decisiones fue el de ver caer a Sadam, que había desestabilizado y empobrecido la región al declarar guerras innecesarias —por lo menos para los emiratíes— para satisfacer sus ambiciones personales y conservar intactos su poder y su prestigio.
El nuevo siglo y la guerra contra el terror
Husein complicó todo lo que pudo las gestiones realizadas por los inspectores de armamento enviados por la ONU para comprobar si se estaban cumpliendo sus exigencias. La tensión entre la comunidad internacional y el Gobierno iraquí creció exponencialmente durante la década de 1990. Mientras, el jeque Zayed apaciguó otro posible conflicto entre Catar y Baréin por el control de las islas Hawar, que estaban situadas frente a la costa noroccidental del primer país aunque fueran propiedad del último.
Pero el inicio del siglo XXI planteó un nuevo problema a los EAU. El 11 de septiembre de 2001, diecinueve miembros de la organización terrorista Al Qaeda secuestraron cuatro aviones comerciales estadounidenses para hacerlos estallar contra diferentes edificios que simbolizaban el poder hegemónico de la nación norteamericana. Tres atentados tuvieron éxito al derrumbar las Torres Gemelas y el 7 World Trade Center en Nueva York, así como el Pentágono en Virginia; sin embargo, la explosión del cuarto aparato, que tenía que destruir el Capitolio o la Casa Blanca, se produjo antes de llegar a su objetivo.
2996 personas fallecieron a causa de los ataques, los cuales provocaron la “guerra contra el terror” defendida por el expresidente Bush ante la ciudadanía estadounidense tras el 11S. El primer acto de esta nueva lucha se materializó en la invasión de Afganistán el 7 de octubre de 2001, pero los países implicados en ella también mostraron su hostilidad hacia Irak —porque Sadam estaba sirviéndose de la religión musulmana para apuntalar su decadente autoridad desde que perdió la guerra del Golfo— e Irán —por la amenaza que les suponía el extremismo religioso de su Gobierno—.
Los secretarios de Estado y Defensa del Ejecutivo de Bush, Colin Powell y Donald Rumsfeld, y su vicepresidente, Dick Cheney, confirmaron a finales de 2002 que Irak seguía poseyendo armas de destrucción masiva y que Occidente debía actuar contra tamaña amenaza para la seguridad mundial. “La historia ha llamado a la acción de E.E.U.U. y sus aliados, y es nuestra responsabilidad y nuestro privilegio librar la lucha de la libertad”, declaró el propio expresidente en enero de ese mismo año.
Aun así, el por aquel entonces senador demócrata por Illinois, Barack Obama, el presidente de la República francesa, Jacques Chirac, el ministro de Asuntos Exteriores alemán, Joschka Fischer, el líder del Partido Laborista británico, Jeremy Corbyn, y otros dirigentes mundiales rechazaban la idea de ir a la guerra contra Sadam. Algunos, incluso, llegaron a denunciar que el conflicto lo buscaban principalmente las grandes empresas petroleras, armamentísticas y de seguridad privada.
La tensión internacional con respecto al régimen de Husein aumentaba con rapidez. La Liga Árabe adelantó la celebración de su cumbre anual, organizada en la capital egipcia de El Cairo, por la crisis de Irak al mes de marzo de 2003. En ella, Siria intentó comprometer al resto de países a que no prestaran ayuda en una eventual acción militar contra su vecino sudoriental, aunque un grupo de ellos, encabezado por Arabia Saudí y Kuwait, ya había dado permiso a Estados Unidos para usar sus territorios como puntos de partida de las fuerzas que atacarían Irak.
El presidente de los EAU intentó buscar una solución intermedia. Afirmó que, si Sadam dimitía de forma voluntaria y nombraba un Gobierno de transición que convocara elecciones democráticas, los emiratíes le acogerían en calidad de exiliado político. La propuesta no tuvo éxito, y a pesar de que el jeque bin Sultán advirtió reiteradamente a Bush del desequilibrio que podía causar en la región al derribar a Husein, este ordenó la ocupación de Irak a finales del mismo mes. En esta ocasión, los Emiratos Árabes Unidos decidieron no dar ningún tipo de apoyo a la iniciativa.
Un cambio de generación: nuevas prioridades internacionales
Zayed abandonó su cargo pocos meses después, justo cuando Sadam, que había permanecido oculto desde la captura de Bagdad y la desintegración del Ejército regular iraquí, era capturado en Ad-Dawr —una pequeña ciudad cercana a Tikrit— por un contingente de soldados estadounidenses.
La política exterior emiratí sufrió una transformación radical con los nombramientos del primogénito de Zayed, Jalifa bin Zayed Al Nahayan, como presidente y el de su medio hermano Mohamed como príncipe heredero de Abu Dabi. Este último resultó especialmente útil manejando las relaciones diplomáticas con las principales potencias occidentales, ya que había estudiado en la Academia Militar Sandhurst de Londres y había trabado amistades y hecho contactos entre los líderes de E.E.U.U. y Gran Bretaña.
El príncipe heredero de Dubái y ministro de Defensa del Gobierno federal, Mohammed bin Rashid Al Maktoum, completó la subida de la nueva generación al poder cuando su hermano, el jeque Maktoum bin Rashid Al Maktoum, falleció en 2006. Es el impulsor del crecimiento económico que ha vivido la millonaria ciudad en los últimos años, así como el responsable de la gestión de los recursos naturales del país.
El ascenso del recién elegido emir de Dubái a vicepresidente y primer ministro del Ejecutivo federal no fue casualidad. Este y el príncipe heredero de Abu Dabi pronto cobraron un protagonismo superior al del propio presidente, lo que supuso un alejamiento parcial de las tesis mantenidas por el fallecido Zayed en política exterior.
Tras el 11S, el expresidente había ordenado a su hijo Mohammed que utilizara su influencia en Washington para minimizar las consecuencias de la implicación de ciudadanos emiratíes en los atentados. Este impresionó a los gobernantes estadounidenses con la aplicación de regulaciones en el sector financiero —para impedir el desvío de fondos a organizaciones extremistas— y la ejecución de medidas contraterroristas más severas.
Los nuevos dirigentes emiratíes siguieron trabajando en esa línea, sobre todo a partir del escándalo provocado por la compra de P&O por DP World en 2006. Ahora se esfuerzan por reforzar su cooperación con E.E.U.U. y la OTAN en Oriente Próximo y en mejorar sus relaciones con otros países mediante el uso del “soft power” o “poder blando” —primando la utilización de instrumentos culturales e ideológicos sobre la recurrencia a intervenciones militares—.
Amigos y enemigos del futuro
El Consejo de Cooperación del Golfo ha permitido a los EAU negociar sus fronteras con Arabia Saudí y Catar pacíficamente, y ha unido a todos sus integrantes en una coalición que les hace más fuertes contra el gran poder asentado en la otra orilla del golfo Pérsico: Irán. Esta institución ha solucionado sus problemas defensivos en parte, pero los Emiratos Árabes Unidos decidieron secundar la intervención militar de la monarquía saudí en Yemen (2015) para frenar la amenaza proiraní de los insurgentes hutíes —un grupo zaidí predominantemente chiita que se rebeló contra el Gobierno yemení en 2011, provocando una guerra civil—.
La emergencia de la Primavera Árabe —que es como se conoce a una serie de rebeliones y protestas populares que buscan democratizar los regímenes autoritarios impuestos en varios países árabes de Asia y África— en 2011 alertó a los dirigentes monárquicos emiratíes, que aseveran que su país no está todavía preparado para adoptar una forma de gobierno semejante a la democracia occidental. En este sentido, los príncipes han financiado y apoyado movimientos contrarrevolucionarios en Egipto, Libia y Túnez.
También han tomado medidas para acabar con la organización de los Hermanos Musulmanes en Catar, cuya concepción del islamismo, aseguran, amenaza la estabilidad mundial. Además, el heredero del emirato de Abu Dabi ha propiciado la firma de los Acuerdos de Abraham para normalizar las relaciones con Israel y alejarse de la causa palestina, que parece cada vez más olvidada en los foros internacionales, y se prepara para posibles conflictos con la Turquía islamista del presidente Erdoğan por la hegemonía regional.
El papel internacional de la nación emiratí está cambiando debido a la introducción líderes más jóvenes en sus órganos de dirección. Los atentados del 11S les previnieron de que el mundo está cambiando y de que su país debe adaptarse a las nuevas circunstancias. Oriente Próximo es uno de los escenarios clave en los que se decidirá el resultado de la gran batalla geopolítica que se avecina. EAU es aliado de uno de los grandes contendientes, E.E.U.U., y aspira a gobernar la región. Para ello no puede permitirse perder el tiempo intentando fomentar el panarabismo o buscando un conflicto con Israel. En realidad, este último país le puede prestar ayuda contra sus grandes enemigos: los islamistas de Irán y Turquía, y los demócratas de la Primavera Árabe.
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