La Guerra de Iraq (2003-2011) podemos considerarla como un conflicto marcado por dos fases en las que, si bien se distinguen una serie de elementos que le dotan de continuidad, también es posible diferenciar otros tantos particulares, determinantes en el devenir del conflicto, que permiten hablar de dos fases claramente diferenciadas durante el mismo. Por un lado, una primera en que la Sadam Hussein fue depuesto en menos de un mes gracias a una precisa coordinación entre las fuerzas armadas británicas y las estadounidense. Las cuales vencieron rápidamente al ejército iraquí, por aquel entonces totalmente desorganizado y desestructurado. Por otro, podemos hablar de una segunda fase en la cual todos los proyectos estadounidenses para Iraq fueron desafiados por la insurgencia sunita, resultado del colapso de las estructuras estatales del Iraq.
Igualmente, esta segunda fase puede a su vez subdividirse en otras dos etapas, donde en la primera la iniciativa perteneció a las organizaciones insurgentes (2003-2006). Y otra posterior en la que Estados Unidos cambió su estrategia logrando marcar el ritmo del conflicto, y cuyas operaciones militares se extenderían hasta 2011.
No obstante, pese a que la insurgencia iraquí en su conjunto abarca, formalmente, unos ocho años, en este artículo nos limitaremos al estudio de la primera etapa. El fin es profundizar en la operaciones y tácticas implementadas por la Insurgencia y poder comprender las razones por las que la Insurgencia iraquí logró en primera instancia arraigar en la sociedad iraquí, forzando en 2011 a Estados Unidos a anunciar la retirada de las tropas de ocupación.
1. Invasión de Iraq e inicio de la insurgencia
La Guerra de Iraq, dirigida por la Coalición estadounidense, comenzó el 20 de marzo del año 2003, después de que hubiera sido legitimada a través de una supuesta violación de los Derechos Humanos. Además también se alegó que el Estado Iraquí estaba permitiendo a “grupos terroristas” usar su territorio como base de operaciones así como poseer arsenales nucleares ocultos que amenazaban con la paz internacional.
De esta manera, de acuerdo con la propia narrativa norteamericana, la Guerra de Iraq quedaría enmarcada dentro de una ofensiva global contra el terrorismo en general, y contra al-Qaeda en concreto. Cuyo objetivo final no sería únicamente acabar con al-Qaeda, sino con todos y cada uno de los grupos terroristas operativos en el mundo.
Siguiendo dicha narrativa, toda la prensa occidental, encabezada por aquellos sectores sociales que habían promovido la guerra, se apresuró a denominar a la resistencia organizada en torno a organizaciones sunitas como Insurgencia, buscando evitar cualquier paralelismo con las organizaciones partisanas que lucharon contra el fascismo en Europa durante la II Guerra Mundial.
Pese a ello, detrás de todo este discurso construido, sobre un pretendido interés en la defensa de los Derechos Humanos y una fingida preocupación sobre las penurias que sufría la población iraquí bajo el gobierno de Saddam Hussein, se escondía una clara estrategia que aspiraba a desarrollar una red de alianzas regionales que asegurase y reforzase la presencia estadounidense en ella de forma que su hegemonía quedara indiscutible y el acceso a mercados regionales y locales garantizados. La intervención, pues, no buscaba sino integrar plenamente a la región dentro del nuevo orden mundial establecido tras la caída de la URSS y en una posición claramente subordinada con respecto a Estados Unidos y al resto de potencias, cuya inserción en la división internacional del trabajo las colocaba en una posición preponderante con respecto.
En un principio, parecía que este objetivo se lograría fácilmente. En toda la primera fase de la guerra, debido a una exorbitada superioridad táctica y estratégica con respecto al mal pertrechado ejército iraquí, la Coalición Internacional, sufriendo únicamente 160 bajas, logró expulsar a Saddam Hussein de poder. No obstante, esta superioridad militar no se tradujo en la construcción de ningún tipo de poder capaz de sustituir al colapso que las estructuras estatales habían sufrido tras la caída de Saddam.
Esta situación, sumada a un auge del sentimiento nacionalista iraquí como respuesta a la invasión americana y aprovechado por sectores sunitas y antiguos colaboradores del Estado, se tradujo en una serie de nuevos levantamientos contra el nuevo gobierno, identificado como una marioneta de Estados Unidos.
El transcurso de los acontecimientos evidenció como la necesidad de una estrategia preocupada por lograr apoyo entre amplios sectores sociales constituye un pilar indispensable para la supervivencia del nuevo modelo de Estado. De la misma manera que la ausencia de esta lo aboca al fracaso, tal y como Iraq demostró, al nuevo modelo estatal sub-representar a la población sunita, la cual por aquel entonces suponía un 20% de la población total iraquí.
El malestar entre la población sunita no tardó en manifestarse y aprovecharse por los principales grupos de oposición. Entre ellos organizaciones de un carácter claramente yihadista, quienes, profundizando en el descontento social y agudizando las tensiones previas entre la población suní y la chií encontraron las bases desde las que lanzar un pulso directo al nuevo gobierno. En esta misma línea, el carácter espontáneo de dicho movimiento, así como la capacidad de autoorganización por parte de la comunidad sunita en torno a las mezquitas, permitió dotarlo de una seguridad que ni siquiera el Estado era capaz de garantizar.
Como consecuencia y frente a un gobierno que, a falta de legitimidad interna, dependía profundamente de apoyo internacional, proveniente sobre todo de Estados Unidos, la narrativa sunita según la cual el nuevo gobierno era una marioneta del militarismo americano se extendió rápidamente por casi todo Iraq, otorgando al nuevo movimiento insurgente una legitimidad y apoyo que en absoluto fue esperada por parte de los Estados Unidos.
2. Apoyo y tamaño de la insurgencia
Aceptando la premisa de que una insurgencia únicamente puede perdurar en el tiempo si, sea explícita o implícitamente, recibe el apoyo de una parte de la población donde lleva a cabo sus actividades, se muestra evidente, frente a superficiales análisis que tachan a la insurgencia iraquí de actuar aisladamente, a costa y a pesar de la población iraquí, que el apoyo local que esta recibió fue más que notable.
Un apoyo que se muestra no solamente como una forma de refugio frente a las fuerzas del Estado, sino que además permite a la organización en cuestión conocer los movimientos del enemigo, reclutar y obtener suministros. Siendo ese apoyo condición indispensable para debilitar al gobierno e incluso sobrepasarlo. De la misma forma, sin apoyo local de ningún tipo, incluso pese a ser financiado por actores externos, las posibilidades de supervivencia quedan reducidas considerablemente al ser los insurgentes incapaces de esconderse entre la población y burlar la represión del Estado.
En este sentido, respecto al mencionado apoyo local, el primer paso para lograrlo consiste en asegurar la integridad de aquel sector que se busca representar. La seguridad queda por tanto como el principal beneficio que una insurgencia puede ofrecer a la vez que se presenta como medio que permite satisfacer otras demandas y/o prevenir la colaboración con el Estado allí donde un poder paralelo al mismo existe.
Apoyándose en estos elementos, a través de la comunidad suní y antiguos miembros del gobierno de Hussein, el movimiento insurgente se aseguró una amplia base social en la cual poder encontrar nuevos reclutas. Igualmente, tal y como varias encuestas señalaron, entre 2004 y 2005, la opinión pública iraquí se movió del apoyo a un gobierno secular hacia, conforme la crisis política se agudizaba, la preferencia por un Estado Islámico. En esta misma línea, y evidenciando la influencia de la insurgencia sobre la sociedad iraquí y especialmente dentro la comunidad sunita, el apoyo a los ataques realizados contra las fuerzas de la Coalición aumentó hasta un 85% en áreas de mayoría sunita.
Sin embargo, el mismo sondeo indicaba una enorme falta de confianza generalizada entre la población iraquí con respecto a la capacidad de la insurgencia para en el corto plazo mejorar la situación social y política del país. Así, de la misma forma que el movimiento insurgencia se referenció como alternativa a la ocupación americana, dicha referencialidad era tal dada la falta de otras alternativas capaces de encuadrar el movimiento generado por la invasión, ya fueran por parte de otros actores no estatales o por el propio Estado, por aquel entonces casi incapaz de mantener el orden en la propia capital del país.
Dicha incapacidad de Estado sumada al contexto de violencia generalizada permitió a los insurgentes lograr un notable apoyo social. No obstante, lo que en un principio se presentó como una forma rápida de conectar con la sociedad civil iraquí, más adelante se mostraría como un arma de doble filo en cuanto que el apoyo recibido fue extremadamente volátil. En consecuencia, tan pronto como la Coalición empleó una estrategia contrainsurgente basada en ganarse el apoyo de la población y no únicamente en el uso de fuerza, ese apoyo que la insurgencia recibía se esfumó. La incapacidad de la insurgencia iraquí para ganarse “las mentes y los corazones” de la población civil, así como el hecho de que, a pesar de destacar dentro de él la corriente yihadista, fuera un movimiento heterogéneo con objetivos distintos, e incluso contrapuestos, pero que compartían su rechazo a la intervención estadounidense. Además el nuevo papel que las comunidades kurdas y chiitas estaban llamadas a jugar en el nuevo Estado contribuyeron decisivamente a esa débil vinculación entre insurgencia y sociedad.
En lo referido a las dimensiones de la propia insurgencia, tema realmente discutido debido a la incoherencia entre informes publicados, una breve mirada sobre las bases sociales proporciona suficiente información como para aproximarse al tamaño real de la insurgencia durante sus primeros años.
Tal y como ya se ha mencionado, la comunidad suní iraquí, que había visto tras la salida de Hussein como sus posiciones, y por tanto su influencia, dentro del Estado habían mermado considerablemente, correspondió con la principal base social de este movimiento. En el cual antiguos miembros del partido Baaz jugaron un papel destacados en la gestión del territorio controlado por la insurgencia. De ahí que las zonas de influencia y control de la insurgencia estuvieran estrechamente conectadas con la geografía física y humana del país, y contenidas principalmente en lo que en ciertas ocasiones ha sido definido el triángulo sunita -área de mayoría suní cuyos vértices son Tikrit, Ramadi y Bagdad-. Por otro lado, fuera de esas áreas, el apoyo a la insurgencia provenía de tribus sunitas alejadas de la ciudad que entendieron que solamente el movimiento insurgente, ante la inoperancia del Estado, era capaz de satisfacer sus demandas inmediatas.
Además, las tensiones entre sunitas y chiitas no hicieron más que aumentar conforme los ataques contra los segundos por parte de organizaciones vinculadas a al-Qaeda principalmente se repetían por todo el territorio, pasando de pequeños enfrentamientos localizados a una guerra civil abierta entre ambos sectores sociales. Con respecto a antiguos cuadros del Estado afiliados al partido Baaz, las políticas de des-baatización del Estado motivaron la participación en la insurgencia. Igualmente, los lazos de comunidad funcionaron como elementos de coerción, especialmente en las áreas tribales, para tomar partido por uno de los bandos.
Asimismo, la insurgencia también recibió apoyo financiero proveniente tanto del extranjero por parte exiliados como de dentro de Iraq, gracias a la influencia en las mezquitas y otros simpatizantes.
Con este esquema y teniendo en cuenta las estimaciones realizadas a través de otros estudios, la fuerza total de la insurgencia para 2005 era de aproximadamente 150.000, cifra que muestra la gran capacidad de movilización del movimiento insurgente y recuperarse de las bajas sufridas.
Junto a la mencionada capacidad de reabastecerse, otra muestra de la efectiva, aunque volátil, conexión entre la insurgencia y la comunidad suní se evidenciaba en la facilidad para llevar a cabo operaciones y movimientos casi con total impunidad dentro de las áreas de mayoría sunita.
3. Estructura de la insurgencia y característica de sus acciones
Un elemento especialmente novedoso de la insurgencia iraquí con respecto a otras anteriores se encuentra en la forma que se organizó, resultado del carácter heterogéneo y descentralizado que el movimiento adoptó.
Dicha estructura horizontal hallaba su cohesión organizativa en una célula formada por entre ocho o diez personas representantes de las distintas fracciones del movimiento y encargadas de discutir y definir cuál debía ser la línea de actuación de la insurgencia y cómo poder conectar los objetivos a largo plazo con la coyuntura del momento. Sin embargo, la falta de verticalidad dentro de la insurgencia y la ausencia de una autoridad reconocida conllevaba un escaso compromiso para con los objetivos planteados por parte de las células inferiores.
Mientras las células yihadistas buscaban hacer caer al gobierno a través de atentados donde un elevado número de personas se vieran afectadas, otros grupos centraban sus acciones en las tropas de la Coalición y del gobierno para socavar la moral de los segundos y forzar la retirada de los primeros. Con respecto a las células yihadistas vinculadas a al-Qaeda es importante reseñar el proceso de iraquificación al que se sometieron, permitiéndoles incrementar el número de operaciones y su efectividad al ser capaces de refugiarse entre la población suní, así como ejercer influencia sobre ella.
Sin embargo, la falta de continuidad y coherencia entre ellas y con respecto a los objetivos generales resultaron en ser contraproducentes para todo el movimiento insurgente al enajenar a sus potenciales bases sociales, quienes rechazaban principalmente las actuaciones yihadistas, las cuales eras identificadas directamente con la propia insurgencia. Unas bases sociales que, dada la estructura adoptada por la insurgencia, se mostraban absolutamente determinantes para su continuidad al permitirles adaptarse rápidamente a los cambios en el entorno sin tener que esperar una decisión desde organismos superiores, a la vez que autónomamente decidían la forma en la que golpearían a las fuerzas estatales y de la Coalición.
Junto a ello, dicha elasticidad en la manera que la insurgencia se había estructurado, daba igualmente la ventaja de que en caso de una célula fuera destruida, ello no afectaba al funcionamiento del resto. Además, tal y como se mencionaba en el párrafo anterior, la mayor capacidad de adaptación al entorno significaba igualmente una mayor facilidad para innovar en las tácticas empleadas.
Como contrapartida, los ataques estaban marcados por una reducida sofisticación en la que un escaso número de insurgentes participaban, quedando aquellos más complejos reservados para golpes de autoridad en momentos muy concretos y donde varias células se coordinaban entre ellas, tal y como fue el ataque contra el Servicio de Policía Iraquí del 14 de febrero de 2004.
Los mencionados ataques, además de acorde a su complejidad, también pueden ser clasificados según la orientación de los mismo de forma que es posible distinguir entre: (1) ataques contra las operaciones de la Coalición, (2) ataques contra colaboradores, (3) ataques contra infraestructuras, (4) ataques contra proyectos de reconstrucción del territorio, (5) ataques para socavar la estabilidad y (6) ataques dirigidos hacia el boicot electoral. En conjunto, todos ellos buscaban lograr un impacto tal que lograra desgastar al gobierno iraquí y supusiera un alto coste indirecto a los Estados Unidos y demás fuerzas de la Coalición. En esta línea, es posible afirmar que conforme el conflicto avanzaba, la insurgencia iraquí llevó a cabo un progresivo perfeccionamiento de sus ataques a la par que pugnaba por el poder e innovaba en su estructura organizativa, permitiéndole dirigir ataques cada vez más letales y precisos, destacando asimismo una especialización en aquellos dirigidos contra las operaciones de la Coalición y colaboradores.
Una especialización también creciente, con el paso del tiempo, que iba acompañada a su vez de ciclos de violencia que coincidían con festividades y eventos importantes en la vida socio-política iraquí. A los que les seguían un igualmente notable descenso en la actividad armada, el cual puede responder a una necesidad por parte de la insurgencia de reorganización interna y recuperación de los recursos utilizados.
Igualmente, tal y como los gráficos muestran, es posible apreciar un continuado incremento de la violencia a lo largo del conflicto, en donde tanto la especialización en los dos mencionados tipos de ataque como la innovación con respecto a nuevas formas de hostigar a las tropas gubernamentales fueron desarrolladas.
Por último, observando las armas usadas por la insurgencia y su asiduidad, se destaca el continuado recurso de operaciones caracterizadas por el uso de diversas armas de fuego e IEDs (artefactos explosivas improvisados). Lo que permitió a las células insurgentes crear un ambiente de constante amenaza con respecto a sus objetivos a la vez que burlar fácilmente las contramedidas de la Coalición, y todo ello de manera relativamente asequible para cualquiera en tanto que se trata de un material muy fácil de adquirir, dificultando a su vez cualquier posible rastreo por parte de agencias de inteligencia.
4. Conclusión
Variados y múltiples fueron los factores que permitieron al movimiento insurgente plantar cara a las fuerzas gubernamentales y forzar la retirada americana en 2011. Tal y como aquí se ha buscado plantear, uno de ellos, pero fundamental, fue la relación y tensiones existentes entre la comunidad suní y chií, principal punto sobre el que la insurgencia sunita incidió para crear una crisis política nacional. Además, a este elemento también se le añade la situación de casi descomposición en la que las estructuras estatales se encontraron tras el derrocamiento de Sadam Hussein y la incapacidad del nuevo Estado para llenar unos vacíos de poder que, en su lugar, fueron aprovechados por las organizaciones sunitas para construir estructuras paralelas al Estado y socavar su legitimidad.
Sin embargo, pese a esta rápida victoria inicial, el modelo organizativo empleado por la insurgencia, a pesar de en primera instancia permitir una actuación autónoma a sus células y promover el desarrollo de nuevas tácticas, en el medio plazo se mostró como un gran obstáculo dada la falta de unidad ideológica y política, lo que acabó por alejar a posibles apoyos.
Asimismo, el caso iraquí prueba como en un conflicto asimétrico el tiempo es un aliado de los insurgentes con el cual pueden organizarse, acumular fuerzas suficientes para construir un ejército capaz de plantar cara a las fuerzas estatales y derrotarlas. Además, es igualmente un enemigo para la fuerza extranjera dado que, conforme el tiempo pasa, tiene lugar lo que puede ser denominado como un proceso de desgate político en el cual el teatro de guerra no sólo abarca el campo de batalla, sino que la situación política del país extranjero pasa a formar parte del mismo, al deber justificar en él la presencia de tropas en el extranjero y coste económico que ello acarrea.
La guerra, constituida como la política realizada a través de otros medios diferentes a “los convencionales”, queda en una especie de segundo plano para los insurgentes con respecto a la fuerza extranjera a la que deben enfrentarse -no ocurre lo mismo sin embargo con respecto al aparato estatal-, quienes no precisan de una victoria militar clara para expulsar a las fuerzas invasoras, sino únicamente ser capaces de aguantar el tiempo suficiente como para que aquellos costes directos que suponen para la potencia extranjera mantener el ejército desplegado fuera de su territorio se traduzcan en costes políticos indirectos que le fuercen a tener que retirar su presencia militar.
A su vez, los costes políticos no son tales únicamente en la arena nacional del país que envía sus tropas, sino que también afectan a su relación y posición con respecto a otros países, sean aliados o no. De esta manera, es posible afirmar que la Guerra de Iraq puede considerarse como el principio del fin de la relativa cohesión interna que hasta entonces había gozado el bloque internacional liderado por Estados Unidos, el cual incluía más países de los que participaron en la guerra.
A pesar de que esta fractura no se haría evidente hasta bastante después de la crisis de 2008 y la intervención en Libia en 2011, Iraq muestra esas primeras fisuras internas y anuncian la entrada del orden internacional en una nueva etapa donde la otrora indiscutible hegemonía estadounidense ha dejado ya de serlo. Donde aquellos mecanismos de transmisión desarrollados a lo largo de todo el globo dan signos de agotamiento y resultan ineficaces a la hora de vehicular los intereses americanos como los intereses de todo un bloque de países y, por ello, como los más deseables.
Nuevas voces, aunque tímidamente, dentro de ese mismo bloque empiezan a demandar mayor autonomía e incluso una hoja de ruta totalmente autónoma de una fuerza militar americana cada vez más cuestionada. Un nuevo reparto de los mercados internacionales acorde a la correlación de fuerzas real donde nuevas potencias sean tenidas en cuenta empieza a ser exigido e incluso las antiguas instituciones internacionales, revestidas de una aureola de neutralidad, comienzan también a ser cuestionadas y así, al parecer no existir una fuerza tan abrumadora que respalde, a ojos de según qué países, el tan injusto actual sistema internacional, la por aquel entonces indiscutible hegemonía americana comienza a desvanecerse en el aire.
Sin embargo, esto no es obstáculo para afirmar que, hoy en día Estados Unidos, pese al periodo de decadencia que atraviesa, continúa siendo la principal potencia mundial en el corto plazo, sino que más bien implica una serie de nuevas estrategias que apuntarán a mantener la primacía americana. De esta forma, el acento de la cuestión queda colocado sobre el tiempo que dicha hegemonía durará y la manera en la que se materializará.
La Guerra de Iraq tuvo así implicaciones que traspasaron el ámbito nacional. No sólo ha subrayado la capacidad de actuación y movilización de una insurgencia contra una intervención extranjera y el propio Estado, evidenciando la fragilidad, en un momento de crisis social, de los mecanismo de encuadramiento de la sociedad civil dentro del ámbito de influencia del Estado, sino que además ha señalado como el propio trascurso del conflicto puede socavar la posición internacional del país invasor, coadyuvando al cuestionamiento del orden existente a nivel internacional.
Para ampliar:
Joe D. Rayburn, Colonel; Frank K. Sobchak, Colonel. The U.S. Army in the Iraq War. Volume 1: Invasion. Insurgency. Civil War (2003-2006).
Joe D. Rayburn, Colonel; Frank K. Sobchak, Colonel. The U.S. Army in the Iraq War. Volume 2: Surge and withdrawal (2007-2011)
John Robb. How big is the Iraqi insurgency? Enlace:
https://globalguerrillas.typepad.com/globalguerrillas/How%20Big%20is%20the%20Iraqi%20Insurgency.pdf
Michael Eisenstadt y Jeffrey White. Assessing Iraq’s Arab Sunni Insurgency. 2005.
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