Ya sea por causalidad o por casualidad, lo cierto es que el desarrollo económico experimentado por China a partir de las reformas iniciadas por Deng Xiaoping en 1978 ha sido extraordinario. Pasó de situarse como la undécima economía más grande del mundo en términos de paridad de poder adquisitivo en el año 1980, a posicionarse como la primera a partir de 2014, superando a Estados Unidos, que ostentaba dicho título desde 1872. China es también, y de lejos, el mayor exportador de mercancías del mundo, y el mayor importador de crudo. El peso económico del Gran Dragón es tal que, desde el estallido de la crisis de 2008, su crecimiento ha venido ‘arrastrando’ del resto de la economía global. No en vano se comenzó a hablar en los últimos años de la ‘locomotora china’.
Esto, poco más de cuarenta años después, no es un secreto para nadie, especialmente desde que las tensiones entre China y Estados Unidos comenzaron a agudizarse conforme la primera iba convirtiéndose en una mayor amenaza para la hegemonía global de la segunda. Ahora, el país asiático quiere dar un paso más hacia delante en sus intenciones. Un pilar importante de sus planes pasa por lograr la internacionalización de su divisa: el yuan o renminbi. ¿A qué nos referimos con esto? El dinero cumple tres funciones principales: 1) como medio de intercambio; 2) como unidad de cuenta; y 3) como depósito de valor. Se dice que una moneda deviene internacional cuando todas estas funciones se proyectan al escenario internacional, esto es, cuando los agentes económicos internacionales -tanto públicos como privados- comienzan a utilizarla en la realización de todas o alguna de dichas funciones. Podemos imaginar, a modo de ejemplo, que las empresas extranjeras que operan con China comiencen a utilizar el renminbi con igual o mayor asiduidad que el dólar estadounidense en sus transacciones -medio de intercambio-, que los países asiáticos otorguen una mayor relevancia al mismo en la determinación del tipo de cambio de su propia moneda nacional -unidad de cuenta- o que los bancos centrales de ciertos países comiencen a aumentar el peso relativo de sus reservas en yuanes sobre el total de su stock de divisas -depósito de valor-.
¿Por qué perseguiría China este objetivo? Son varios los motivos. En el plano más superficial, la elevación del yuan al estatus de divisa internacional tiene relevancia simbólica: China es de facto un jugador clave en la economía mundial, pero la arquitectura financiera internacional, ideada en Bretton Woods y cuya esencia sigue vigente, no ha sido adaptada aún a estos cambios -con la excepción que supuso la decisión del FMI en 2015 de incluir el yuan en la cesta de divisas que componen los Derechos Especiales de Giro-. Otra razón es de un pragmatismo fácilmente comprensible: ya que el sistema SWIFT de pagos internacionales es controlado por Estados Unidos, y es a través del mismo que se materializan las sanciones impuestas desde allí, la expansión del uso del yuan a nivel internacional serviría a modo de ‘bypass’ para evitar los efectos de las mismas. A este respecto, no sólo China guarda interés en que dicho proceso siga hacia delante, sino todos aquellos países que se encuentran bajo el régimen de sanciones estadounidenses -como por ejemplo Rusia, Irán o Venezuela- o que consideran que su dependencia del dólar -teniendo en cuenta que a la hora de la verdad es un papel sin respaldo emitido por una nación con unos niveles de endeudamiento externo cada vez mayores- es un riesgo del que hay que ir desprendiéndose. El tercer motivo nos hace volver a las reformas iniciadas por Xiaoping. En su progresiva transición hacia un modelo económico distinto -ya sea éste el capitalismo o el ‘socialismo con características chinas’-, el país inicialmente optó por un crecimiento basado en la recepción de capitales internacionales destinados principalmente a la producción industrial. En efecto, es aquí cuando el país asiático se erige como ‘la fábrica del mundo’, siendo destino mayoritario de la creciente deslocalización industrial que comienza a darse en Occidente a partir de los años 70. Es así como el fenómeno ‘made in China’ comienza a materializarse. Ahora, el objetivo es seguir transicionando hacia un modelo basado en el consumo interno y hacer de China un país económicamente más moderno, y resulta que las reformas necesarias para ello pasan, de un modo u otro, por la expansión y apertura de sus mercados financieros y la internacionalización de su divisa. Visto desde este ángulo, la internacionalización del yuan es parte de la estrategia china para tratar de arrebatarle la hegemonía económica mundial a Estados Unidos.
El discurso que dio en 2009 Zhou Xiaochuan, el entonces gobernador del Banco Popular de China, culpando a las “debilidades inherentes” del actual sistema monetario internacional como la principal causa de la crisis, puede verse como el punto de inflexión de la postura china a este respecto. Desde entonces, China intensificó sus esfuerzos de cara a dicho objetivo mediante la aplicación de un amplio conjunto de políticas monetarias y económicas dirigidas fundamentalmente a facilitar la adquisición y uso del renminbi en los mercados internacionales, como por ejemplo la celebración de acuerdos bilaterales de canje de divisas entre bancos centrales -acuerdos ‘swap’-, el fomento de la liquidación de pagos en renminbi con aliados estratégicos como Rusia, y la apertura de los mercados de bonos denominados en renminbi -los bonos ‘Dim Sum’- a los extranjeros a través del mayor centro de trading offshore del yuan a nivel mundial: Hong Kong.
Sin embargo, Pekín necesitaba otro gran centro de comercio offshore para su divisa, y es entonces cuando las élites chinas pusieron sus ojos en Londres como vía de entrada del renminbi hacía Europa y Occidente en general. La capital británica es, junto con Estados Unidos, el mayor centro financiero del mundo, y la pertenencia del Reino Unido a la Unión Europea permitía a los bancos y demás compañías de servicios financieros comerciar directamente con clientes europeos. China vio aquí un filón a través del cual impulsar la internacionalización de su moneda en Occidente, y lo cierto es que encontraron en el corazón del Reino Unido a una contraparte muy dispuesta a hacer negocios al respecto. Es así como la estrategia ‘from London to the world’ ideada por Pekín comienza a tomar forma. En abril de 2012 nace la ‘Renminbi Initiative’, consistente en la elaboración de medidas prácticas para apoyar el desarrollo de Londres como centro offshore para el renminbi. Más tarde se lanzó el ‘Shanghai-London Stock Connect’, un mecanismo por el que las bolsas de ambas ciudades quedaban conectadas, permitiendo a empresas que coticen en ambas emitir acciones en una u otra localización de forma indistinta. La proliferación de este tipo de acuerdos entre China y Reino Unido se debe mayormente al enfoque geoestratégico puesto en marcha por el entonces canciller británico George Osborne (2010-2016), el cual apostaba por un mayor viraje económico de la City -es decir, del mercado financiero del país- hacia el sudeste asiático. En 2015, David Cameron y Xi Jinping anunciaban el comienzo de la “era dorada” en las relaciones sino-británicas. La City, el Tesoro y el Banco de Inglaterra vieron la maniobra con buenos ojos, y dicho enfoque no sólo se mantuvo durante el gobierno de coalición encabezado por Cameron entre 2012 y 2016, sino posteriormente con Theresa May. Actualmente, el 6,18% de los pagos internacionales denominados en renminbi son tramitados a través de la infraestructura financiera londinense. Ello la convierte en el segundo mayor centro mundial de comercio offshore del renminbi, por detrás de Hong Kong. El país es también uno de los mayores destinos de inversión china en Occidente desde las últimas dos décadas.
Ojo: todo lo dicho en el párrafo anterior no implica que Reino Unido haya llevado a cabo en los últimos años un viraje geopolítico integral hasta el punto de situar a China como su principal aliado estratégico. Nada más lejos de la realidad. Simplemente, el sector financiero londinense ha venido evaluando como un buen negocio la cooperación con el país asiático en cuestiones de comercio, inversión y finanzas, lo cual incluye todo lo respectivo a los esfuerzos chinos por la internacionalización del yuan, decidiendo así asumir el papel como segundo mayor centro mundial de negociación offshore de la moneda, tras Hong Kong.
Sin embargo, el referéndum de junio 2016 comenzó a complicar el idilio. En efecto, la salida del Reino Unido de la Unión Europea puede suponer para Londres la pérdida de aquellas circunstancias que la hicieron apetecible para Pekín, al perder la pertenencia al mercado común europeo. Reino Unido y la Unión Europea se hallan en negociaciones para determinar cómo serán sus futuras relaciones mutuas. El 30 de junio era la fecha límite para que el país solicitara prorrogar las mismas. Tal y como habían avisado con anterioridad desde el Gobierno de Boris Johnson, esto no iba a suceder. Y así fue. La siguiente fecha sobre la cual se ponen ahora todas las miradas es el 31 de diciembre de 2020. Éste es el último día en el que la normativa europea regirá en territorio británico. También es el último día para que se produzca un acuerdo. Si para entonces éste no ha tenido lugar, el año 2021 empezará con la materialización del miedo de muchos: el ya famoso ‘Brexit duro’. De llegarse a esta situación, todas las empresas extranjeras que han venido utilizando Londres como vía de entrada al continente europeo tendrían que solicitar licencias de autorización para cada caso individual, lo cual añadiría unos tremendos costes de transacción, restando ventaja competitiva a la City londinense como destino de inversiones. Del mismo modo, China podría quedarse sin su segundo mayor socio en el proceso de internacionalización de su divisa.
En este caso, suponiendo que no se llegara a un acuerdo antes de 2021, todo parece indicar que podrían abrirse dos escenarios alternativos. Una posibilidad es que se produzca un distanciamiento, a estos efectos, entre China y Reino Unido, distanciamiento que a priori vendría más por la parte asiática que por la europea. La amenaza del Brexit hizo que desde su comienzo se empezara a especular con las oportunidades que ello implicaría para que otros centros financieros alternativos a Londres emergieran dentro de la Unión Europea. Ciudades como Frankfurt, París o Luxemburgo, a pesar de quedar muy detrás de la capital británica como centros financieros, son los candidatos mejor posicionados para disputarse el negocio del que saldría Reino Unido. Algunos hablan de una futura ‘fragmentación’ de las finanzas en Europa, en la que se produciría una desconcentración geográfica y funcional de las mismas, con distintos centros financieros especializados en distintas ramas de negocio, siendo una de ellas, muy posiblemente, la del mercado offshore del renminbi. En función de la importancia económica y geoestratégica que cada uno otorgue al yuan, mayor o menor será la competencia entre los candidatos por adjudicarse el negocio en Europa.
También parece plausible que dicho distanciamiento venga de parte de Reino Unido. Lo sucedido recientemente con el 5G de Huawei o la cuestión de Hong Kong a finales de julio pasado ha traído tirantez a las relaciones entre ambos países. A este respecto, conviene no olvidar las presiones ejercidas desde Washington para que, en ambos casos, la línea de actuación británica sea la del progresivo alejamiento de Reino Unido frente a China y el mayor acercamiento hacia Estados Unidos. Sin embargo, la docilidad del Ejecutivo británico ha de ser puesta en duda. Al menos relativamente. Por ejemplo, tras el anuncio por parte del Gobierno de ordenar la retirada de toda la infraestructura 5G de Huawei en el país, el propio Boris Johnson afirmó que no abandonarían completamente su política de compromisos con el país asiático: “China es un factor gigante de la geopolítica. Será un factor gigante en nuestras vidas, las vidas de nuestros hijos y nuestros nietos. Tiene que haber una respuesta calibrada. Seremos duros en algunas cosas, pero también seguiremos cooperando. No seré empujado a convertirme en un sinófobo irracional en cada cuestión, alguien que es automáticamente anti-China”. Declaraciones en la misma onda fueron vertidas por otros dos funcionarios del Gobierno.
El segundo escenario es el opuesto: precisamente, el de un mayor acercamiento entre ambos actores. La salida de los británicos sin acuerdo supondría para el Reino Unido el desgaste de sus relaciones con uno de sus socios comerciales por antonomasia: la Unión Europea. En ese contexto, el camino a seguir por el país se bifurcaría, dejando, de un lado, el acercamiento a Estados Unidos, y del otro, a Asia-Pacífico. Por qué opción acabarán decantándose los británicos es algo aún incierto. Sí, se hallan en negociaciones sobre un tratado de libre comercio con los Estados Unidos, pero las piezas están aún lejos de encajar y este tipo de cuestiones suelen tardar años en zanjarse, a lo que hay que sumar el hecho de que, en un contexto geopolítico convulso como el actual, las cosas pueden cambiar rápido de sentido. Por otro lado, hace escasos días que Reino Unido firmó un tratado de libre comercio con Japón: el primero que firman como “nación comercialmente independiente” tras el Brexit. Japón no es, claro está, un país dentro de la órbita china. Sin embargo, sí es un país asiático, con lo que ello significa: forma parte de todo el entramado regional de producción que le es típico, en el que distintas naciones se han especializado en la realización de distintas fases del proceso de manufactura de ciertos productos, principalmente tecnológicos. Resulta lógico pensar que, si en efecto Reino Unido comenzara a sentirse cómodo haciendo negocios con la segunda mayor potencia de la zona y encontrara en la misma un buen sustituto a sus antiguos socios europeos, ello sentaría las bases para un eventual viraje del país hacia el este del mapamundi. Y virar hacia el este significa, directa o indirectamente, acabar enfocando la mirada hacia China, que es el epicentro de todo ese entramado regional de producción.
En este punto hay que resaltar dos cuestiones. La primera es que dicho acercamiento parece mucho más plausible si finalmente tuviera lugar un acuerdo entre Reino Unido y la Unión Europea, pues sólo así China vería intactas las oportunidades que éste representa como puerta de entrada hacia Europa y Occidente en general. La segunda tiene que ver con el rol jugado por Estados Unidos en toda esta historia. Hasta ahora, al Reino Unido le ha sido razonablemente posible mantener unas buenas relaciones comerciales con China sin recibir demasiadas presiones desde Washington en contra. Esto, conforme las contradicciones entre China y Estados Unidos se vayan agudizando más y más, comenzará a cambiar. Ya está cambiando. Reino Unido, como muchos otros países, va a verse cada vez más en la tesitura de tener que elegir.
En resumen, sólo el tiempo dirá qué inserción geopolítica acabará tomando el Reino Unido post-Brexit, qué cabida tendrá China en sus planes de futuro, cuál será la que tenga Reino Unido en los de China, y, por último, cómo repercutirá todo lo anterior sobre los esfuerzos del Gran Dragón por impulsar su divisa como instrumento de hegemonía económica. La dinámica histórica de la política exterior británica hasta ahora hace pensar, a priori, que su tendencia natural es que acabe mirando hacia el otro lado del Atlántico. A pesar de ello, sería ingenuo pensar que el peso económico global adquirido por el gigante asiático en los últimos años no se hace notar en la balanza. Los tiempos de convulsión e incertidumbre que van a marcar la geopolítica mundial de los próximos años no son, quizás, la mejor de las circunstancias para que ambas potencias tomen decisiones de tal calado, pues estarán llenos de riesgos. Sin embargo, los riesgos también están llenos de oportunidades, y puede que, de entre ellas, acaben escogiendo la de un acercamiento mutuo.
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