El panorama del crimen organizado en México ha experimentado una profunda transformación desde que en 2006 el presidente Felipe Calderón le declarara formalmente la guerra a un conjunto de organizaciones caracterizadas por el uso de una violencia extrema, un poder de fuego que rivaliza en potencia con el de determinados ejércitos profesionales y una capacidad de cooptación que los había convertido en los verdaderos dueños y señores de ciertas regiones del país.
Obviamente, el mercado controlado por estas organizaciones era en su momento, indefectiblemente, el tráfico de drogas. Este mercado ilícito de estupefacientes no era sin embargo para nada novedoso. Con carácter previo a la década de los setenta ya existían en México redes criminales dedicadas al cultivo de marihuana y amapola –traída ésta originariamente por las sucesivas oleadas de inmigrantes chino-asiáticos que comenzaron a llegar al país azteca a partir de la segunda mitad del siglo XIX–. Estos productos –cannabis, morfina y los derivados de ésta– eran manufacturados fundamentalmente a través de mano de obra campesina que explotaba grandes plantaciones clandestinas en regiones como Guerrero o el Triángulo Dorado –un área que agrupa territorios de los Estados de Durango, Sinaloa y Chihuahua–.
Para oír hablar de otros tipos de drogas más modernas se tendría que esperar aún varias décadas. Como Luís Astorga señala en su obra La Cocaína en México, esta droga fue muy raramente mencionada en la prensa mexicana entre los años cuarenta y setenta. Si obviamos incidentes aislados ha de concluirse que la cocaína no formaba parte de la demanda de consumidores o importadores mexicanos hasta entrada la década de los ochenta.
El rápido crecimiento de las organizaciones criminales mexicanas autóctonas ha de ser entendido a raíz de su cada vez mayor protagonismo en el tráfico de cocaína fundamentalmente a partir de los noventa. Durante la década anterior el ingreso de cocaína a Estados Unidos –sin duda el mayor mercado de este tipo de droga en el mundo– se producía a través de la ruta del mar Caribe respecto de la cual México jugaba un nimio papel.
Las cosas comenzaron a cambiar durante la década de los noventa al lograr Estados Unidos, inmersos en su eterna guerra contra los grupos colombianos, controlar el flujo de estupefacientes que cruzaban el Caribe por mar y aire. Ante este repentino cambio México cobró una gran importancia como país trampolín a través del cual ingresar las drogas procedentes de América del Sur en Estados Unidos produciéndose pues los contactos entre organizaciones criminales colombianas y mexicanas. Así, si en 1998 el 58% de la cocaína ingresaba a Estados Unidos a través de la ruta centroamericana, para 2010 el volumen había aumentado hasta alcanzar el 90%.
Las relaciones entre organizaciones criminales evolucionaron igualmente a lo largo de estos años. De esta forma, lo que en principio era un simple arrendamiento de servicios –los grupos colombianos utilizaban a los mexicanos como transportistas pagándoles una determinada comisión por cada flete– evolucionó hacia una renegociación de condiciones en las cuales los mexicanos demandaban pagos cada vez más altos por sus servicios, sobre todo una vez clausurada la ruta del Caribe.
Llegado cierto punto las organizaciones colombianas comenzaron a pagar a las mexicanas directamente en cocaína y finalmente éstas acabaron por comprar el producto directamente a los grupos productores para posteriormente distribuirlo directamente en el mercado estadounidense. De simples correos los grupos mexicanos terminaron por transformarse en compradores-distribuidores con suficiente poder y credibilidad como para negociar condiciones de venta directamente en territorio sudamericano.
Jeremy McDermott, co-fundador del think-tank InSight Crime ha señalado recientemente en una entrevista con Americas Quarterly que: “Cualquier estructura criminal que se involucre en la cocaína pasa con éxito de 0 a 100 kilómetros por hora, muy rápido”. Y así sucedió en México. El papel tan relevante que jugaron las organizaciones criminales mexicanas en el tráfico de cocaína fue fundamental en su rápido crecimiento en materia de cuotas de poder.
Evolución del crimen organizado en México: de la hegemonía a la fragmentación
Pese a que negar la evidencia de que en 2006, fecha oficial del inicio de la guerra contra el narcotráfico en México, las organizaciones criminales suponían un auténtico reto para las autoridades federales a la vez que una fuente de inseguridad permanente supondría faltar a la verdad, no puede negarse que en comparación con el estado actual del país el México de 2006 era un lugar mucho más seguro y pacífico.
En aquella época operaban a nivel nacional siete grandes organizaciones criminales –el cártel de Sinaloa, el de los Beltrán Leyva, la Familia Michoacana, los cárteles fronterizos de Tijuana y Juárez, el cártel del Golfo y su organización de seguridad Los Zetas, que se independizarían de forma violenta a partir de 2010–. Entre todos ellos controlaban fundamentalmente un mercado criminal homogéneo, el de los narcóticos, que se caracterizaba por el uso de México como país “trampolín” cuyas infraestructuras urbanas de comunicación y transporte se utilizaban para recibir, almacenar y cruzar drogas –fundamentalmente marihuana, heroína, metanfetamina y cocaína– a través de los casi 3.200 kilómetros que separan al país azteca del mayor consumidor mundial de drogas legales e ilegales.
Los últimos diecisiete años de “guerra contra el narcotráfico” han supuesto sin embargo un horrendo baño de realidad caracterizado por un incremento no solo de las tasas de violencia, sino por la fragmentación del panorama criminal y por la extensión de unos mercados ilícitos que han adquirido actualmente un alcance eminentemente transnacional, y que las nuevas y cada vez más violentas organizaciones criminales pugnan por monopolizar.
Así, si en 2006 eran únicamente siete los grandes grupos o “cárteles” los que llevaban las riendas de un negocio billonario limitado al tráfico de drogas, a día de hoy la presencia del crimen organizado en México se ha incrementado en un 95%. Ya en 2020 un estudio coordinado por el Programa de Política de Drogas (PPD) del Centro de Investigación y Docencia Económicas (CIDE) estimaba la existencia de un total de 150 organizaciones criminales a nivel nacional. International Crisis Group, utilizando herramientas de filtrado electrónico, ha llegado a identificar la existencia de 543 organizaciones que han operado en algún punto entre 2009 y 2020. No obstante, si tenemos en cuenta los extraordinarios sucesos que han tenido lugar en los últimos tres años y que han supuesto el detonante de auténticas guerras de baja intensidad en Estados como San Luís Potosí, Guanajuato, Sonora o Zacatecas, es muy posible que el número total de organizaciones criminales operando en México se acerque a las doscientas.
A día de hoy en el epicentro del submundo del crimen organizado en México nos encontramos con dos organizaciones paradigmáticas y rivales, el cártel de Sinaloa (CDS) y el Cártel de Jalisco Nueva Generación (CJNG), este último procedente de una escisión del primero.
El cártel de Sinaloa, descendiente directo de la generación de narcotraficantes que durante las décadas de los ochenta y noventa canalizaron drogas para organizaciones latinoamericanas –fundamentalmente colombianas–, presenta un liderazgo horizontal y fragmentado en diversos grupos o clanes familiares que intercambian recursos en información y que controlan buena parte del tráfico de narcóticos a gran escala en la costa del Pacífico. Contrariamente a la creencia generalizada, la facción de los Guzmán –liderada por el Chapo y actualmente a cargo de sus hijos, Los Chapitos– nunca ha monopolizado el control del grupo, que comparte con otros clanes como el del Mayo Zambada, los Salazar o los Cabrera.
En el caso del Cártel de Jalisco Nueva Generación, se trata de la organización criminal más poderosa del país y probablemente de América Latina. Innegablemente vertical en cuanto a su estructura, se encuentra liderado por Nemesio Oseguera Cervantes “El Mencho”, antiguo jefe de seguridad de un líder de segunda categoría afiliado a la facción michoacana del Cártel de Sinaloa.
El CJNG aparece en escena entre 2010 y 2011 como célula de sicariato del CDS enviada a los Estados del Golfo de México para disputarle las plazas a Los Zetas, que durante aquellos años eran identificados como la organización criminal más poderosa del país. A partir de entonces, el CJNG ha replicado exitosamente el modelo de franquicias utilizado por Los Zetas para controlar los mercados criminales locales. Así, al llegar a un determinado lugar, la avanzadilla criminal identifica los grupos criminales locales y les ofrece trabajar bajo su propia “marca” a cambio de un porcentaje de los beneficios y con la condición de vender las drogas –fundamentalmente metanfetamina– que el grupo matriz envía a los territorios bajo su control. Los que se avienen al trato pasan a operar una franquicia del CJNG y los que no son eliminados sin contemplaciones.
De este modo, en poco más de una década el CJNG ha consolidado su presencia en 31 de los 32 Estados mexicanos. Con un liderazgo agrupado en torno a la enorme familia del “Mencho” y de la familia de los González Valencia –Los Cuinis, el brazo financiero de la organización–, el CJNG se ha transformado en un ente paramilitar que utiliza técnicas insurgentes para combatir tanto a organizaciones rivales como al gobierno federal y que cuenta entre sus filas con antiguos miembros de organizaciones guerrilleras colombianas, así como a ex miembros de fuerzas especiales centroamericanas.
Otras organizaciones criminales que antaño suscitaron grandes titulares se han transformado en reliquias del pasado. Así, el otrora todopoderoso Cártel del Golfo –que controlaba el trasiego de drogas, armas y personas en el Estado de Tamaulipas y la frontera texana– se ha subdividido en alrededor de catorce escisiones centradas en la explotación de mercados criminales del centro y noreste. Los Zetas, por su parte, ya no existen formalmente. En su lugar operan doce grupos destacando entre todos ellos el Cártel del Noreste –que opera desde Nuevo Laredo y es liderado por miembros del clan de los Treviño Morales– y Sangre Nueva Zeta –que opera en el centro-noreste y se centra tanto en la extorsión sistemática como en el robo de hidrocarburos–.
En cuanto a la Familia Michoacana, que llegó a controlar amplias porciones de Michoacán, Guerrero, el Estado de México y Colima, tras su transformación en 2010 en Los Caballeros Templarios –centrados en la extorsión a la industria aguacatera y limonera de la Tierra Caliente, en la producción de drogas sintéticas y en la exportación de mineral de hierro robado a las multinacionales que gestionan las minas de la región– actualmente operan a través de una pluralidad de grupos entre los que se encuentran La Nueva Familia Michoacana de los Hurtado Olascoaga –a cargo de la extorsión en el Estado de México y norte de Guerrero–, Los Rojos, Los Ardillos, Los Tequileros, Guerreros Unidos/La Bandera, Los Viagras o Cárteles Unidos.
La evolución de los mercados ilícitos
No obstante, centrarse tan solo en el incremento exponencial de entes criminales sería un error en tanto no permitiría explicar las razones que se encuentran detrás de los actuales niveles de violencia que han provocado en los últimos diecisiete años la muerte de alrededor de 400.000 personas y la desaparición de más de 100.000, unos datos que superan con creces los de determinados conflictos armados cuya existencia se reconoce oficialmente. Así, la multiplicación de grupos criminales ha ido en paralelo con la expansión de unos mercados criminales cada vez más normalizados y que han pasado en determinados casos a formar parte integrante de la sociedad civil, transformando al crimen organizado en México en un ente que cada vez con mayor facilidad incide en cuestiones tales como los ingresos públicos, la creación de puestos de trabajo, la obtención de materias primas, la distribución de productos de primera necesidad en incluso en determinadas zonas fenómenos inflacionarios.
De este modo existe por ejemplo amplia evidencia de que la extorsión sistemática se ha convertido en una de las mayores fuentes de ingresos para un crimen organizado cada vez más local. Contrariamente a la creencia popular, la mayoría de las organizaciones criminales mexicanas no tiene acceso a las rutas transnacionales de tráfico de drogas y en consecuencia no son capaces de importar por sí mismas altas cantidades de narcóticos, sino que se limitan a adquirirlas a organizaciones más grandes y con capacidad logística.
Por ello, el cobro de cuotas extorsivas o “derecho de piso” a todo tipo de actividad económica –legal e ilegal– que desarrolla en sus zonas de influencia se presenta como una fuente de ingresos altamente redituable en tanto implica grandes beneficios con una relación coste-oportunidad muy atractiva. La simple extorsión, contrariamente al tráfico de drogas transnacional, no requiere de grandes medios humanos ni de una elevada inversión, tan solo de una reputación sanguinaria que genere miedo en las víctimas.
De aquí el tipo de violencia ritualizada desarrollada por el crimen organizado mexicano, con cuerpos despedazados, torturas que recuerdan a la antigua brutalidad de los aztecas y una continua serie de amenazas desplegadas a través de “narcomantas” colgadas de puentes o “narcocomunicados” difundidos a través de redes sociales.
Los niveles de extorsión han llegado en determinadas regiones a alcanzar no solo a comercios de tipo callejero o a empresas de tipo PYME, sino que en muchos casos alcanzan a empresas internacionales. Así, en Michoacán, el Estado del que procede el alrededor del 85% de la producción de aguacate nacional, la industria se encuentra sujeta a las constantes demandas del crimen organizado que comprende los réditos que puede otorgar un mercado, el mexicano, que concentra el 30% de la producción mundial y que para 2016 suponía alrededor de 2.000 millones de dólares. De hecho, el expolio de este mercado ha llegado a profesionalizarse de tal modo que los grupos criminales de la región han llegado a infiltrar el catastro de la región a fin de obtener una relación exhaustiva del número de hectáreas controladas por cada propietario para poder aplicar un pago de X pesos por cantidad de superficie.
La minería se ha convertido igualmente en un objetivo prioritario de las organizaciones criminales. En Estados como Guerrero –que concentra la producción de oro– o Michoacán –con grandes reservas de mineral de hierro– el acoso constante de organizaciones como la Nueva Familia Michoacana, los remanentes de los Caballeros Templarios, Cárteles Unidos o Guerreros Unidos/La Bandera ha transformado un mercado prometedor y rentable en un auténtico quebradero de cabeza para las empresas mineras concesionarias –fundamentalmente canadienses– que han terminado por colaborar de buena gana con el crimen organizado, al cual alquilan maquinaria pesada, mano de obra e incluso tareas de seguridad. A cambio las mineras pagan cuotas mensuales e incluso permiten que determinados grupos exploten sus propias minas y roben toneladas de mineral, que en muchos casos son vendidas a empresas chinas en instalaciones portuarias en Colima o Michoacán a cambio de precursores químicos para elaborar metanfetamina u opioides sintéticos como el fentanilo.
Ya en 2013 se reportó que una organización criminal tan importante como el Cártel de Jalisco Nueva Generación estaba depredando los complejos mineros operados por la corporación Ternium –una de las mayores multinacionales mineras del mundo–. Así, de la mina del Encino se obtenían diariamente 5.600 toneladas de mineral de hierro en tanto que el CJNG robaba a diario alrededor de 2.500. Igualmente en la mina de Peña Colorada –concesionada igualmente a Ternium– la producción diaria legal rondaba las 12.000 toneladas, mientras que 3.200 iban a parar a los silos controlados por el CJNG en el puerto de Manzanillo.
No obstante, a pesar de los nocivos efectos que la extorsión tiene para la industria nacional, para el mexicano medio las consecuencias de este mercado criminal pueden tener incluso un impacto directo en su vida diaria. Esto es lo que ha sucedido en el Estado de México, una entidad cuya zona septentrional se encuentra bajo el yugo de la Nueva Familia Michoacana, organización que practica la extorsión sistemática de todo negocio lícito. A las compañías de construcción, por ejemplo, se les obliga a comprar materiales tales como cemento, vigas, arena o grava a determinados proveedores controlados o asociados con la organización. A los vendedores de tianguis –mercados callejeros– y empresarios de la restauración las cuotas han llegado a suponerles tal sangría que, lógicamente, han debido aumentar los precios para poder seguir obteniendo beneficios, algo que según la revista Proceso se ha traducido en una inflación regional de entre el 20 y el 40%.
No en vano ciertos analistas han señalado que la evolución del crimen organizado mexicano cada vez se aleja más del clásico modelo delincuencial asociado al tráfico de drogas para asemejarse a mercados de tipo “mafioso” como el existente en la Campania napolitana o Calabria, zonas en las que las organizaciones criminales controlan todo aspecto de la vida económica a través de prácticas extorsivas y predatorias. Esta transformación del panorama criminal azteca ha sido definida incluso como una “sicilianización” del crimen organizado.
El tráfico de personas se ha convertido igualmente en un auténtico filón para el crimen organizado. A partir de la segunda mitad de la década del 2000 se pudo ver una serie de cambios paulatinos en las redes de “coyotes” o traficantes de personas que actuaban a lo largo y ancho del país –sobre todo en los Estados fronterizos de Baja California, Chihuahua, Sonora, Coahuila y Tamaulipas– que fueron absorbidos por distintas estructuras criminales vinculados fundamentalmente al Cartel del Golfo y a Los Zetas.
No es pues de extrañar que sean organizaciones criminales transnacionales las que hayan acabado por monopolizar el tráfico de personas, a quienes se exige auténticas fortunas a cambio de ayudarles a cruzar hacia Estados Unidos. A día de hoy son este tipo de grupos los que controlan el arribo de personas provenientes de Haití y Cuba desde la costa del Caribe o de inmigrantes centro y sudamericanos –sobre todo guatemaltecos, hondureños, salvadoreños y venezolanos– que ingresan al país por el sur, a través del selvático estado de Chiapas. Una vez en México a los migrantes se les redirige a través de distintos medios hacia las zonas fronterizas en donde son entregados a otros grupos que se encargan de cruzarlos por la frontera.
No todos los inmigrantes llegan sin embargo a su destino. Por el camino muchos de ellos son secuestrados con la finalidad de extorsionar a sus parientes en los países de origen a través de llamadas telefónicas. Otros muchos, sobre todo mujeres y niños, son utilizados para el ejercicio forzoso de la prostitución –negocio que también ha quedado en manos de grupos criminales que responden ante organizaciones más grandes y poderosas–.
El tráfico de órganos procedentes de migrantes a quienes nadie echa en falta es igualmente un negocio rentable que últimamente ha conocido en México nuevas cotas de éxito. Las redes de tráfico de niños dedicadas a falsear adopciones y extraer y comerciar con sus órganos vitales –mercado que llegó a estar monopolizado por redes guatemaltecas– parece haberse desplazado a día de hoy a México. No en vano Santiago Nieto –ex-director de la Unidad de Inteligencia Financiera de la Secretaría de Hacienda y Crédito Público– ya advertía hace unos años de las redes criminales mexicanas dedicadas al comercio de córneas humanas.
El robo de hidrocarburos se ha convertido tras el tráfico de drogas y personas en el más rentable negocio criminal en el que ha terminado por incursionar el crimen organizado mexicano. Contrariamente a la creencia popular –que sitúa a Venezuela como el mayor productor latinoamericano de petróleo e hidrocarburos sin tener en cuenta la debacle que la administración del chavismo ha supuesto para su mercado energético–, México ha sido el mayor productor de combustibles del continente solo por detrás de Estados Unidos. En 2019, si bien se encontraba en franco retroceso, México cerró el ejercicio anual con una producción media diaria de 1.198.000 barriles diarios.
Las inmensas reservas petroleras –estimadas en 5.800 millones de barriles– y gasíferas del subsuelo mexicano fueron otrora objeto de un ardiente debate político y no de pocas tensiones con las sucesivas administraciones estadounidenses y finalizaron con la nacionalización del sector por el gobierno de Lázaro Cárdenas en 1938. A partir de entonces fue siempre el gobierno federal quien, a través de la empresa estatal Petróleo Mexicanos (PEMEX), explotó los alrededor de 3.000 pozos de extracción, refinó las materias primas y comercializó los combustibles distribuyéndolos internamente a través de franquicias estatales que fueron privatizadas a través de licencias en el marco de las reformas neoliberales de la década de los noventa.
Durante todos estos años de gestión estatal se generó en el seno de PEMEX y en las organizaciones afines a la empresa paraestatal –fundamentalmente sindicatos que agrupaban a trabajadores ligados a la élite política regional y federal– una auténtica mafia dedicada a la extracción u “ordeña” de combustible refinado –mayoritariamente gasolina premium, magna y diésel– que era posteriormente distribuido a la población de forma clandestina y a un precio mucho más bajo que el oficial. A este producto –que no deja de ser combustible robado– se le vino a denominar “huachicol”, palabra originariamente utilizada para designar a un tipo de bebida alcohólica refinada artesanalmente.
Con el tiempo esta mafia ligada a PEMEX acabó por crear auténticas economías regionales dependientes por entero de la extracción y comercialización ilícita del combustible en Estados como Veracruz, Tamaulipas y Puebla. Obviamente. La incursión de las organizaciones criminales en los mercados ilegales a partir de mediados de los 2000 supuso que el mercado pasó a ser controlado no ya por funcionarios corruptos, sino por estructuras criminales que empleaban la violencia y no la simple corrupción como estrategia de negocio.
En muy poco tiempo las organizaciones criminales del norte del país –fundamentalmente el Cártel del Golfo y tras la escisión de 2010 su antiguo brazo armado, Los Zetas– se hicieron con el control absoluto del huachicoleo en todo el país y extendieron sus actividades en este sector a otros Estados. De este modo entidades como Hidalgo o Guanajuato –ambas con refinerías y una alta concentración de oleoductos e infraestructura de suministro– Jalisco, Sinaloa, Tabasco y Durango se sumaron a las regiones permeadas por el mercado del huachicol.
En el caso de Guanajuato –un Estado que presentaba unas cotas de violencia relativamente bajas incluso después de que en 2006 se desatara la tragedia– la maldición del huachicol ha supuesto su transformación en una verdadera úlcera transformando al otrora boyante estado –conocido por sus plantaciones de fresa, por la industria del calzado y sus resorts vacacionales– en un auténtico matadero.
Así, las estructuras locales que hasta el 2012 se encontraban vinculadas a Los Zetas acabaron por independizarse para formar federaciones delictivas autónomas dedicadas al ordeño de oleoductos así como al saqueo sistemático de la refinería de Salamanca. Cuando en el 2017 el Cártel Jalisco Nueva Generación trató de parlamentar con estos grupos de huachicoleros –o “alinearlos” como se conoce la técnica en el argot criminal– éstos asesinaron al mensajero de los jaliscienses y se agruparon en torno al Cártel Santa Rosa de Lima detonando una guerra por el control del robo de combustible que ha supuesto en menos de seis años la muerte de alrededor de 19.000 personas. En 2015 fueron asesinadas en Guanajuato 989 personas, en 2017 el número se elevó a 2.241 y en 2022 alcanzó los 5.083 fallecidos.
La economía “huachicolera” ha supuesto una verdadera sangría en términos económicos para el erario mexicano. Las cada vez más profesionales técnicas de extracción –que involucran la construcción de auténticas redes de galerías subterráneas de cientos de metros de longitud, con luz eléctrica, ventilación y revestimiento de hormigón y madera– así como la popularidad que ha alcanzado la venta de combustible robado –que se ofrece abiertamente en las redes sociales a un precio peso/litro francamente atrayente– han dado la puntilla a un sector petrolero en retroceso desde hace más de una década.
No se trata tan sólo de las pérdidas en concepto de materia prima robada, sino los costes de reparación que supone restaurar las constantes fugas y tomas clandestinas que día a día drenan los 17.696 kilómetros de oleoductos que cruzan el país. En 2006, al comienzo de la guerra contra el narcotráfico no había en México más de 2.000 tomas ilegales mientras que para 2018 se reportaron 12.581 a través de las cuales se distraía una producción anual equivalente a más de 21.000.000 millones de barriles. En 2017 el Secretario de Hacienda cifró las pérdidas provocadas por el huachicol en alrededor de 20.000 millones de pesos –unos 1.000 millones de dólares–. Para 2018 el coste había ascendido en palabras del entonces director de PEMEX a 30.000 millones de pesos –1.500 millones de dólares– si bien estas cifras han de ser analizadas con cierta suspicacia puesto que a través de los datos generados en los informes internos de la paraestatal se pueden presumir unas pérdidas de alrededor de 62.000 millones de pesos.
A las pérdidas económicas generadas por el huachicol ha de sumársele el coste en términos humanos. No se trata ya de las personas asesinadas por las organizaciones criminales que buscan monopolizar el mercado, sino de las personas que siendo instrumentalizadas por los grupos criminales para recoger el combustible ilegalmente extraído mueren en el empeño de conseguir reunir unos míseros litros de gasolina.
Por la dinámica de ciertas organizaciones –que en vez de drenar los oleoductos de forma profesional revientan las tuberías con retroexcavadoras y movilizan poblaciones enteras que acuden a los torrentes con garrafas para acumular el combustible y transferirlo a la organización con posterioridad– se han producido auténticas matanzas. El 18 de enero de 2019 en Tlahuelilpan, Estado de Hidalgo, una muchedumbre que trataba de recoger en bidones de plástico el torrente de gasolina que manaba de un oleoducto perforado por una organización criminal originariamente vinculada a Los Zetas fue masacrada por la explosión que se produjo cuando alguien generó una chispa que actuó como detonador. 138 personas, hombres, mujeres y niños, murieron quemados vivos.
El análisis de los nuevos mercados criminales mexicanos es inabarcable en tanto ha llegado a tocar todos los aspectos de la economía –legal e ilegal–. El suministro de bebidas alcohólicas, el sector de la construcción, el de la restauración y turismo hotelero, el blanqueo de capitales a través del control de entidades financieras y medios de comunicación, el tráfico internacional de armas, la falsificación de productos de marca, el mercado de intercambio de divisas o el sector del juego. Todas son áreas fuertemente penetradas por el crimen organizado mexicano ya sea en el marco de su lógica operacional –que los concibe como lógicas fuentes de ingresos– o como técnica de legitimación de sus ganancias.
Esta diversificación y evolución de los mercados criminales también ha cambiado la geografía de la violencia en México. Tradicionalmente la violencia se ha localizado en aquellos lugares en los que pueden obtenerse beneficios económicos. Es por ello que a principios de la década del 2010, cuando el tráfico de cocaína estuvo en su punto álgido, la violencia se disparó en estados fronterizos al rivalizar numerosas organizaciones por el control de plazas como Tijuana, Ciudad Juárez, Reynosa, Nuevo Laredo o Matamoros.
A día de hoy, con muchos más flujos de ingresos no relacionados con el tráfico de drogas, la violencia no está relegada a las luchas por el control de puntos de tránsito o de plantaciones, sino que se ha disparado en lo que alguna vez fueron estados y regiones relativamente pacíficos.
Tácticas insurgentes y drogas sintéticas
La evolución del crimen organizado mexicano no se ha limitado tan sólo a estructuras y mercados criminales, sino que también ha alcanzado a las tácticas operativas y al tipo de productos ofrecidos por los distintos grupos.
Con relación al plano operativo se ha producido una considerable profesionalización de las técnicas de combate empleadas. Lo que a principios del siglo XXI no dejaban de ser un conjunto de redes que daban empleo bien a matones a sueldo bien a miembros de las corporaciones policiales y militares corruptos, ha dado lugar a unidades de tipo paramilitar que se abastecen de armas y equipo táctico en las armerías estadounidenses –muchas veces adquiriendo productos legalmente a través de plataformas de compraventa virtuales– y que utilizan el reclutamiento forzado –llegando a engañar a víctimas a través de falsas ofertas de trabajo en redes sociales– y de menores.
Organizaciones como el Cártel de Jalisco Nueva Generación o el Cártel de Sinaloa se movilizan en columnas móviles de cientos de miembros que se desplazan entre las fronteras de los Estados del centro-oeste utilizando columnas de vehículos e incluso recuas de mulas. Penetran en las zonas en conflicto con la finalidad de ocupar territorios rivales, establecen bases operativas y perímetros de operación que fortifican con trincheras y búnkeres. Desde estos emplazamientos lanzan ataques coordinados utilizando vehículos blindados artesanalmente –conocidos en el argot como “monstruos”–, morteros y cañones caseros e incluso drones adquiridos en internet dotados de artefactos explosivos improvisados. Tras unos meses sobre el terreno las columnas se repliegan a sus estados de origen y son relevadas por otras unidades que continúan con la ofensiva.
Esta profesionalización de la violencia ha arreciado en los últimos tiempos merced al uso de instructores profesionales y de desertores o veteranos pertenecientes a cuerpos especiales o a fuerzas armadas de países centroamericanos –hondureños y guatemaltecos– e incluso antiguos miembros de guerrillas colombianas.
Por otro lado, la evolución del mercado de drogas estadounidense –que ha sufrido cambios considerables en la última década– ha supuesto que las organizaciones criminales mexicanas se hayan aplicado a la hora de desarrollar nuevos productos para satisfacer el apetito de una sociedad que necesita de constantes alternativas para evadirse de la realidad. La legalización de la marihuana en numerosos Estados –California incluida– ha provocado además la debacle de un mercado criminal tan importante como lo era el de la “mota” o marihuana, que daba empleo a decenas de miles de personas en Guerrero, Baja California y el Triángulo Dorado.
A consecuencia de ello se ha popularizado la producción de drogas de tipo sintético como el cristal de metanfetamina, a lo que se le ha de sumar la aparición del primer opioide sintético producido por las organizaciones criminales mexicanas a gran escala: el fentanilo.
En el caso de la metanfetamina, a principios de la década del 2000 el mercado estadounidense se encontraba en manos de productores locales. Sin embargo, las políticas legislativas del momento, centradas en prevenir el suministro a los simples consumidores de productos que pudieran ser utilizados como precursores –pseudoefedrina fundamentalmente–, hicieron que la producción se desplazara al sur de la frontera. Fue en el Estado de Michoacán donde facciones ligadas al Cártel de Sinaloa se apropiaron del mercado de la metanfetamina estableciendo duraderas y fructíferas relaciones de negocio con grupos criminales chinos, que han sido desde un principio quienes han suministrado los precursores químicos necesarios para elaborar el cristal. Recordemos que en China operan –legal o ilegalmente– alrededor de 160.000 empresas ligadas al mercado químico.
En el caso del fentanilo, este opioide sintético utilizado en principio con usos puramente médicos aparece por primera vez en el mercado a gran escala en 2013. Desde las plantas de producción del sudeste asiático las organizaciones mexicanas importan los precursores necesarios introduciéndolos a través de los puertos de Manzanillo, Lázaro Cárdenas y Veracruz. Una vez en tierra firme los ingredientes son trasladados a laboratorios localizados en zonas boscosas en los que se procede a fabricar pastillas que posteriormente son contrabandeadas a Estados Unidos de las más diversas formas. El interés en esta droga se explica por lo barato de su elaboración y lo rentable de su comercialización. Comprar un kilo ha llegado a costar 32.000 dólares pudiéndose elaborar con éste alrededor de un millón de pastillas con un valor de venta en calle de 20 millones de dólares.
Una vez en Estados Unidos, el fentanilo se vende a bandas locales que lo utilizan para cortar otras drogas –cocaína, heroína, etcétera– dado que su finalidad es potenciar el efecto del producto en tanto que genera una adicción 50 veces más poderosa que la morfina. Sin embargo, el hecho de que una dosis de 2 miligramos de fentanilo sea mortal de necesidad ha supuesto, lógicamente, un incremento de las sobredosis en el mercado estadounidense.
No es ningún secreto que ésta lesividad inherente al fentanilo así como el escandaloso proceder de las farmacéuticas estadounidenses, que hasta hace no demasiado tiempo fomentaron el consumo de opioides sin ningún tipo de control, han producido un escandaloso aumento de las muertes ligadas al consumo de drogas en Estados Unidos. En 2012 –cuando el fentanilo ni siquiera era popular– esta droga causó la muerte a tan solo 1.615 personas. En 2021 se estimó que alrededor de 71.000 ciudadanos norteamericanos murieron por sobredosis causadas tan solo por opioides sintéticos.
Hacia un deterioro de la relación Estados Unidos-México
Una de las consecuencias más importantes derivadas del actual panorama criminal mexicano ha sido el notable deterioro de las relaciones entre Washington y el ejecutivo mexicano liderado por Andrés Manuel López Obrador o AMLO, como se le conoce popularmente. La debacle del sistema de partidos mexicanos, que evolucionó desde la hegemonía del PRI hasta el régimen bipartidista PRI-PAN entre 2000 y 2018, ha supuesto la aparición en escena de un nuevo movimiento político: el Movimiento de Regeneración Nacional o Morena. Al frente de Morena, AMLO ha sido capaz de configurar una corriente política que capitaliza el carácter nacionalista e históricamente revolucionario propio del México post-revolucionario. Es esto lo que lo distingue de sus predecesores en el cargo –presidentes como Vicente Fox, Felipe Calderón o Enrique Peña Nieto– más interesados en complacer en el ámbito de las relaciones internacionales a su vecino del norte que en abordar los problemas sistémicos que sufre México: pobreza y violencia.
Sin embargo, la mayor parte de las metas políticas de AMLO, que llegó a la presidencia en 2018 con un programa aparentemente revolucionario bautizado como la Cuarta Transformación o 4-T, han quedado en agua de borrajas. Su ejecutivo ha sido incapaz de lidiar con la corrupción endémica y con la violencia. De hecho los conflictos armados se han recrudecido bajo su mandato en varios puntos del país.
En este ámbito se han producido igualmente enfrentamientos cada vez más comunes entre los gobiernos estadounidense y mexicano. La detención por parte de la DEA tanto del General Salvador Cienfuegos –comandante en jefe de las fuerzas armadas entre 2012 y 2018 y acusado de prestar cobertura a una escisión del cártel de los Beltrán Leyva– como de Genaro García Luna –el arquitecto de la “guerra contra el crimen” declarada en 2006 acusado de embolsarse 21 millones de dólares en sobornos del cártel de Sinaloa– han sido vistos por el ejecutivo de AMLO como auténticas afrentas. Como venganza por el primer “insulto” el gobierno mexicano ordenó la publicación íntegra del dosier recopilado por la DEA en relación con el caso Cienfuegos, documentación que se presumía altamente secreta. La consecuencia de ello fue la práctica cesación del intercambio de información y colaboración entre la DEA y las agencias de investigación mexicanas.
Determinados hechos en los que se han vuelto ciudadanos norteamericanos también han supuesto continuos roces entre ambos gobiernos. El 4 de noviembre de 2019 una célula de sicarios de La Línea –antiguo brazo armado del cártel de Juárez– emboscó, asesinó y quemó a tres mujeres y seis niños de entre 8 meses y 12 años de edad en el Estado de Chihuahua. Los asesinados eran todos ciudadanos mexicano-estadounidenses pertenecientes a una comunidad mormona local. Este hecho dio lugar a una airada reacción por parte del entonces presidente Donald Trump que declaró públicamente su intención de declarar a los “cárteles” mexicanos como organizaciones terroristas extranjeras –Foreign Terrorist Organizations o FTOs– lo cual permitiría el uso público de la fuerza militar en territorio mexicano a efectos de neutralizar objetivos prioritarios.
Si bien las afirmaciones de Donald Trump cayeron en saco roto y perdieron muy pronto toda credibilidad un nuevo hecho similar ha encendido recientemente todas las alarmas. El 3 de marzo de 2023 cuatro ciudadanos estadounidenses que habían viajado a la ciudad fronteriza de Matamoros para que una de ellos se sometiera a una operación de cirugía estética fueron secuestrados por un grupo de sicarios pertenecientes a Los Escorpiones, una facción del Cártel del Golfo que opera en el área noreste de Tamaulipas. Dos de ellos murieron instantáneamente al ser ametrallado el coche en que viajaban y los otros dos fueron hallados unos días después malheridos y ensangrentados en una casa de seguridad.
Aunque la facción del Cártel del Golfo responsable de los hechos se excusó públicamente entregando a los sicarios responsables maniatados, lo cierto es que numerosos líderes políticos estadounidenses –fundamentalmente republicanos– avivaron el fuego exigiendo una declaración formal del presidente Joe Biden condenando la ineficacia del gobierno mexicano en atajar una violencia que se ha demostrado que puede llegar a golpear también a ciudadanos estadounidenses. La designación de las organizaciones criminales mexicanas como organizaciones terroristas extranjeras ha vuelto a la palestra y varios legisladores han elaborado propuestas legislativas que sugieren el uso de fuerzas especiales sobre territorio mexicano. La reacción de AMLO no se hizo esperar y durante las últimas semanas se han producido constantes manifestaciones y declaraciones por su parte reclamando respeto para un México cuya soberanía, dice, se ha visto vulnerada.
El futuro de las relaciones entre Estados Unidos y México no pasa por su mejor momento. Si a los problemas derivados de la seguridad transfronteriza le sumamos el rol de regulador de flujos migratorios que ha venido desarrollando el gobierno de AMLO y que es visto con recelo por un público estadounidense cada vez más conservador y xenófobo podemos concluir que no se requiere demasiado para encender una hoguera –la de la intervención– que aunque simbólica podría dar al traste con una relación que para las élites de cada país es irrenunciable.
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