El próximo 9 de agosto, veintidós millones de kenianos están llamados a las urnas en la primera vuelta de las elecciones presidenciales y parlamentarias. Las encuestas sitúan a los dos principales candidatos, Raila Odinga y William Rutto, en una situación similar en intención de voto, con una ligera ventaja del primero. El actual presidente, Uhuru Kenyatta, ha mostrado su apoyo a su otrora rival y ex primer ministro Odinga, en detrimento del actual vicepresidente de su propio gabinete. Kenyatta no puede presentarse tras agotar el máximo de dos legislaturas previsto en la Constitución.
Estos comicios se encuentran marcados por el temor a que se repita el clima de violencia que ha caracterizado varias de las elecciones desde la implantación de un sistema multipartidista en 1991. A su vez, una creciente desigualdad y la grave crisis socioeconómica que sufre el país, serán algunas de las claves que decidan el voto de los kenianos, hartos de un sistema político que históricamente ha privilegiado la instrumentalización de las identidades étnicas por encima de cualquier ideología política.
Descentralización ante los conflictos étnicos
Poco después de las últimas elecciones en 2017, el presidente Kenyatta y el líder de la oposición, Raila Odinga, sellaban con un apretón de manos el acuerdo conocido como “iniciativa tendiendo puentes”, que, entre otras cosas, pretende aumentar los poderes presidenciales y su control sobre el sistema judicial. Se trataba de un acuerdo habitual entre las élites del país para promover sus respectivos intereses económicos y políticos y repartirse el poder. Esta vez, además, se producía una alianza entre dos de las principales familias que han dominado el país desde la independencia, pues los padres de ambos, Jomo Kenyatta y Oginga Odinga, fueron respectivamente presidente y vicepresidente del primer gobierno de la Kenia independiente.
Esta circunstancia ha sido utilizada por el vicepresidente Rutto para esgrimir la retórica conocida como “Dynasties vs hutlers”, algo así como “dinastías contra buscavidas”. Según Rutto, las próximas elecciones se limitan a una competición entre aquellos que proceden de clases no privilegiadas, y, por tanto, “hechos a sí mismos”, contra una alianza de familias ricas que ha monopolizado el sistema político. Circunstancia, en cierta medida, cierta, pero que sorprende en boca de un hombre que ocupó cargos durante la brutal dictadura de Daniel Arap Moi y en gobiernos posteriores y que se ha visto salpicado por diversos escándalos de corrupción.
Sea como fuere, la actual situación parece haber cambiado el discurso en la sociedad keniana, monopolizado en gran parte por motivaciones étnicas que ahora parecen transformarse en demandas sociales y económicas. Desde la independencia de Kenia del Reino Unido en 1963, los distintos gobernantes beneficiaron a sus grupos étnicos, colocando a miembros de sus comunidades en los principales cargos en detrimento del resto. Los kikuyu, la etnia mayoritaria, pero que apenas llega al 22% de la población, han sido los grandes dominadores del panorama político keniano, pues tres de los cuatro presidentes de la Kenia independiente pertenecen a ella. Arap Moi pertenecía al pueblo kalenji, mientras Odinga podría convertirse en el primer presidente de la comunidad luo.
El gobierno británico promovió durante la colonización la separación de las comunidades en “reservas nativas” de carácter étnicamente homogéneo, acentuando sus diferencias y rivalidades. Estas reservas se convirtieron con posterioridad en distritos, tomados como base para el proyecto de descentralización previsto en la Constitución promulgada en 2010.
Este nuevo sistema busca darle la vuelta al fuerte centralismo keniano, que beneficiaba únicamente al que detentaba el poder, transfiriendo grandes prerrogativas a las administraciones locales. La inmensa mayoría de los 47 condados en que se encuentra dividido el país cuentan con un grupo étnico mayoritario, que de este modo obtiene grandes dosis de autogobierno. De momento, este sistema parece haber logrado amainar el clima de enfrentamiento étnico promovido por sus élites, al contribuir a un mayor reparto del poder entre ellas. Sin embargo, siguen subsistiendo fuertes desigualdades entre regiones, y la experiencia de la vecina Etiopía, con un sistema muy similar, obliga a mantenerse prudentes.
Elecciones marcadas por la violencia
El pasado 10 de julio, los dos principales contendientes en las elecciones de agosto, Rutto y Odinga, firmaban la llamada Carta de Paz y Decencia Política de la Comisión Nacional de Cohesión e Integración, por la que se comprometían a garantizar una campaña electoral pacífica, a no promover la violencia antes, durante y después de las elecciones, a abandonar el discurso de odio y a no recurrir a sobornos.
Este acontecimiento no es para nada baladí, pues la violencia ha sido la gran protagonista de gran parte de las elecciones en las últimas décadas. Especialmente graves fueron las dos crisis postelectorales de 2007 y 2017, ambas tras acusaciones de fraude y con Odinga como principal candidato opositor. Dos episodios que ciertos analistas redujeron a conflictos étnicos, lo que no deja de ser una explicación simplista a una crisis estructural.
En diciembre de 2007, todos los sondeos daban a Odinga como favorito en las elecciones presidenciales ante el entonces presidente Mwai Kibaki. Los primeros resultados confirmaban su victoria, y su partido, el Movimiento Democrático Orange, no tardó en proclamarse vencedor. Sin embargo, poco después, la Comisión Electoral declaraba la victoria de Kibaki con 230.000 votos de diferencia, aunque su presidente aseguraría a posteriori no saber quién había ganado.
Miles de personas salieron a las calles de todo el país en protesta por los resultados, siendo duramente reprimidos por la policía. Los disturbios se generalizaron con el paso de los días y progresivamente muchas de las reivindicaciones se centraron en los privilegios de la etnia kikuyu, cometiéndose asesinatos masivos contra miembros de esta comunidad. En menos de dos meses morirían al menos 1400 personas y 600000 se verían obligadas a abandonar sus hogares.
El actual presidente Kenyatta, entonces parte del gobierno de Kibaki, fue acusado de contratar a miembros del grupo ultraconservador kikuyu-conocido como Mungiki-, para llevar a cabo asesinatos indiscriminados de miembros de la comunidad luo. Rutto, actual candidato, también será acusado de promocionar la violencia, aunque, en su caso, por entonces era compañero de coalición de Odinga. Ambos casos demuestran la volatilidad de los acuerdos y pactos, siendo siempre los mismos actores los que en ocasiones se enfrentan o en otras comparten campañas.
A las rencillas étnicas auspiciadas por gobernantes y opositores, habría que sumarle un descontento generalizado de la población con la clase política. Gran parte de la sociedad keniana vivía en la pobreza, mientras las clases dirigentes se enriquecían a través de una corrupción generalizada, y los cuerpos y fuerzas de seguridad del estado eran vistos como un órgano extremadamente represor, acusado en diversas ocasiones de asesinatos extrajudiciales. En este contexto, Odinga no dudó en proclamarse como el “presidente del pueblo”, condición que iría perdiendo según acumulaba cargos. Tal como hará en 2017 con Kenyatta, Odinga llegará entonces a un pacto con Kibaki en el que se repartían el poder, creando para él el cargo de primer ministro.
Aunque de menor gravedad, una situación similar se repetiría en 2017. Tras una campaña marcada por la violencia, Kenyatta se proclamó vencedor en las elecciones de agosto. Odinga reclamó que estas habían sido fraudulentas y miles de personas salieron a la calle como protesta. Los enfrentamientos con la policía dejarían al menos cincuenta muertos. El Tribunal Supremo anularía los resultados, obligando a una repetición electoral en la que Kenyatta saldría de nuevo como ganador. Posteriormente, se produciría el citado pacto con Odinga.
Según se acercan los próximos comicios, crece la incertidumbre sobre la transparencia en las próximas elecciones, y sobre si una eventual victoria del candidato oficialista, Rutto, podría desencadenar en nuevos actos de violencia. Odinga exige que un registro manual de los votantes complemente al registro electrónico, mientras Rutto no lo considera necesario. A su vez, una auditoría llevada a cabo por la Comisión Electoral Independiente, registró hasta 250.000 fallecidos en las listas de votantes, así como al menos medio millón de datos duplicados.
Grave crisis económica
Pero si bien las tensiones de carácter étnico han disminuido, la mala situación económica ha agravado el descontento social hacia sus gobernantes. Kenia, a menudo identificada como un factor de estabilidad en el convulso Cuerno de África y considerada como la sexta economía del continente, sufre actualmente una grave crisis derivada de la deuda y el aumento de los precios de los bienes de primera necesidad.
Este mismo mes, los pagos de la deuda superaban los gastos corrientes del Estado, obligando a los candidatos a centrar sus discursos de campaña en la reestructuración de la deuda y el fin del endeudamiento excesivo. Mientras tanto, las calles de las principales ciudades de Kenia se han llenado de protestas contra el encarecimiento de la vida, muchas de ellas lideradas por jóvenes convocados a través de las redes sociales, pues los datos de paro juvenil se acercan al 40%.
Productos como el maíz, el azúcar o el aceite han duplicado su precio en tan solo un mes, en una de las consecuencias derivadas de la guerra en Ucrania, pero también de una fuerte dependencia de las importaciones. A esto se le suma la peor sequía en cuarenta años y la subida de los precios de los combustibles y fertilizantes, lo que en un país donde la agricultura es el sustento principal de su economía se traduce en que 3,1 millones de kenianos padezcan inseguridad alimentaria y en un alto riesgo de hambruna.
La posibilidad de violencia postelectoral, el afianzamiento de la descentralización o la crisis económica, marcarán probablemente las próximas elecciones en Kenia. Pero, de lo que no parece haber duda, es de que serán miembros de la clase política tradicional los que ocupen de nuevo los principales cargos. Está por ver por cuanto tiempo, pues es previsible que una sociedad joven y harta de sus dirigentes lleve a cabo protestas masivas durante los próximos años.
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