El 27 de junio los miembros de la guerrilla más antigua de América Latina entregaron sus fusiles. Ya no son guerrilleros, pero de momento tampoco son ciudadanos de pleno derecho: para su reincorporación a la vida civil aún tienen que esperar al 15 de agosto. Mientras tanto, la organización trabaja junto a Naciones Unidas y el Gobierno de Colombia para finalizar el proceso de destrucción del armamento y ya se prepara en varias zonas veredales para dar el salto a la esfera política.
PABLO GRACIA
Bogotá / 2 de agosto de 2017
“La mayoría de nosotros ha pasado la mayor parte de su vida en la guerrilla, y estar en la guerrilla es muy diferente a estar en un ejército regular. No se trata solo de pertenecer a un ejército: esto es nuestra vida. Y ahora eso va a cambiar, pero nosotros estamos preparados para el cambio”. Quien habla es Antonio Ospina, comandante del Frente Jacobo Arenas de las FARC (Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia) en la zona veredal Carlos Perdomo (Cauca), uno de los 26 puntos de transición a la normalidad en los que más de 7.000 guerrilleros de la organización esperan el inicio del plazo que les permita comenzar su
reincorporación a la vida civil.
Junto a Antonio se encuentran en este campamento otros 437 guerrilleros, todos ya con la mirada puesta en el 15 de agosto, fecha en la que las Zonas Veredales de Transición y Normalización se convertirán en Espacios Territoriales de Capacitación y Reincorporación. A partir de este momento, todos los miembros de las FARC serán ya ciudadanos de pleno derecho y podrán iniciar, entre otras cosas, su integración a la sociedad como actores políticos.
Colombia avanza hacia la paz. Ya no hay marcha atrás. El 27 de junio las FARC entregaron de forma oficial las armas, a excepción de unos pocos fusiles que servirán para garantizar la seguridad de los combatientes que se encuentran en los campamentos desde febrero de este año. El establecimiento de la guerrilla en esas zonas era el requisito previo para iniciar el proceso de dejación de armas, protocolo que constituye la primera parte del punto 3, denominado Fin del conflicto, del Acuerdo Final que firmaron el Gobierno de Colombia y las FARC en noviembre de 2016. La segunda parte de ese punto se refiere a la reincorporación de la organización a la vida civil y garantiza al grupo 10 representantes fijos en el Congreso de la República durante dos periodos, siempre y cuando la guerrilla logre conformar un partido.
Y en esas están: la dirección de las FARC fijó la semana pasada en el 1 de septiembre la fecha de lanzamiento del nuevo movimiento político y, aunque todavía no hay un día definido, ya se habla de la celebración de un Congreso Fundacional para mediados de agosto.
La paz, por tanto, empieza mañana. No se trata solo de palabras, ni de gestos. Ni siquiera hablamos ya de firmas, ni de hojas de ruta. El acuerdo es real, y lo es porque existe voluntad de cumplimiento por ambas partes. Colombia está a un paso, 53 años después, de decir adiós al conflicto armado con dicha guerrilla.
Hacia la reintegración a la vida civil
A la zona veredal Carlos Perdomo se accede desde Caldono, localidad situada a 75 kilómetros de Popayán, capital del departamento del Cauca. Para llegar hasta allí hay que atravesar una carretera sin pavimentar (en Colombia dicen “destapada”) que a medida que avanza se estrecha cada vez más hasta convertirse, en los últimos tramos, en un camino solo apto para las motocicletas, los burros y las personas a pie. A ambos lados del camino, cada cierto tiempo, pueden verse soldados vigilando la zona. El uniforme que visten es tipo “desierto” y les diferencia del color verde oliva del Ejército Nacional. Son miembros de la Fuerza Pública, institución que se encarga de la vigilancia de las zonas veredales donde se encuentran las FARC.
Lo primero que uno ve al llegar a Los Monos, zona donde se ubica la ZVTN (Zona Veredal de Transición y Normalización) Carlos Perdomo, es una caseta con el nombre del campamento, el escudo de las FARC y una pintada que dice “Vamos por la nueva Colombia”. Una vez dentro, un campo de fútbol recibe al visitante y, justo detrás, aparecen decenas de casetas distribuidas en varias filas. Es el campamento San Antonio, uno de los dos que se han construido en la vereda.
En el campamento San Antonio viven 438 guerrilleros y, a diferencia de otros campamentos de otras zonas veredales, se encuentra prácticamente acabado. Santa Rosa es el otro asentamiento de Los Monos y a día de hoy no llega al 50% de su construcción. Una vez que esté finalizado, se distribuirá a los guerrilleros entre los dos emplazamientos.
El día a día de los guerrilleros está marcado por una serie de actividades rutinarias. Ya no se encuentran en conflicto, pero mantienen la disciplina de su etapa combatiente. Se levantan a las 4.50 de la mañana, desayunan y se ponen en marcha con distintas tareas. Una de esas actividades es la construcción de los campamentos. “Este campamento es el que va más avanzado: podemos decir ya que está a un 90% de su construcción”, explica Antonio, comandante de FARC y encargado de la logística de la zona veredal. “El otro va más retrasado: está a un 40% más o menos. En el acuerdo pone que deberían estar terminados en pocos días, pero el proceso va lento: hay otras veredas en las que tienen campamentos al 0%”, argumenta.
El resto del tiempo lo dedican a cocinar, practicar deporte, hacer guardias… Y a estudiar. En el campamento se cursan programas de bachillerato acelerado y de educación para adultos. La mayoría de los guerrilleros ha pasado la mayor parte de su vida combatiendo en zonas alejadas ya no solo de las ciudades, sino también de poblaciones rurales, y solo un 3% de la organización cuenta con estudios superiores, según un censo elaborado por la Universidad Nacional este mismo mes. El mismo informe indica que el 60% de los miembros de FARC, cuando llegue su reincorporación, quieren emplearse en actividades agropecuarias, pero a un 32% de ellos les gustaría dedicarse a dar clase en las veredas. Son conscientes de que la educación jugará un papel esencial en la nueva etapa que están a punto de iniciar y muchos ya intentan desde los mismos campamentos recuperar el tiempo perdido.
“Tenemos incluso diplomados”, cuenta Antonio, con un brillo de orgullo en su expresión. “Esta misma semana acabamos un curso con diez titulados en la Escuela Superior de Administración Pública. Y por las noches celebramos un espacio interno de estudio. El conflicto en Colombia tiene un origen, una historia y muchos tentáculos: la exclusión, el hambre, la violencia estructural… Y nosotros queremos que los nuestros sepan abordar ese problema desde la teoría. En estos momentos estudiamos las tesis y los documentos preparatorios del Congreso que fundará nuestro partido”. En el discurso de Antonio se aprecia calma y habilidad para la oratoria, fruto seguramente de su paso por la universidad, en Bogotá, hace ya muchos años. Él forma parte de ese 3% de las FARC con estudios superiores, porcentaje que está llamado a liderar el proyecto político de la organización.
El Secretariado de las FARC tiene intención de celebrar su Congreso Fundacional, el evento que certificará la creación del movimiento político, la segunda semana de agosto en Bogotá. El Congreso, en principio, estaba previsto para mayo de este año, pero la lentitud en el cumplimiento de los plazos del acuerdo de paz obligó a la organización a atrasarlo hasta agosto. “Los plazos en la dejación de armas se tuvieron que incumplir porque el Gobierno incumplió los plazos en la construcción de los campamentos. Hubo también otras cosas que el Gobierno incumplió, y ahora nosotros nos vemos obligados a retrasar nuestro propio programa”, señala Antonio.
Para esa asamblea, en cualquier caso, aún queda tiempo. El paso más inmediato en las zonas veredales es la transformación de los campamentos en Espacios Territoriales de Capacitación y Reincorporación. De momento, todos los guerrilleros ya cuentan con el certificado expedido por Naciones Unidas que acredita la culminación de la dejación de armas individual y ahora a esperan al 15 de agosto para empezar a recibir las ayudas económicas que estipula el acuerdo para su reintegración. Cada miembro de FARC recibirá 2.000.000 COP (pesos colombianos) por desmovilizarse. 600 euros aproximadamente. Además, cada guerrillero cobrará 620.508 COP (186 euros) mensuales durante 24 meses y se asignarán 8.000.000 COP (unos 2.400 euros) para aquellos que inicien proyectos productivos sostenibles. El acuerdo también incluye Seguridad Social (salud y pensión) mientras no exista un vínculo laboral.
Polarización: los acuerdos no contentan a todos
La medida no ha gustado a muchos sectores de la sociedad colombiana. No entienden cómo se puede conceder 620.000 pesos, el 90% del salario mínimo en Colombia, a unas personas que llevan más de 50 años intercambiando tiros con el Estado. “Yo soy partidario del sí a la paz y del no a la guerrilla. La guerrilla dejó sus ideales hace años y ya no lucha por el pueblo, sino por sus propios intereses. Y ahora a los miembros de la guerrilla les van a dar 600.000 pesos, que es casi un salario mínimo”, expone Gustavo. Gustavo es hotelero de profesión y trabaja desde hace cuatro años como chófer en Cali (Valle del Cauca). Dice que su salario y el de su mujer les da para vivir, pero sabe que en Colombia muchos no tienen esa suerte. “Aquí el que es rico es recontrarrico y el que es pobre es recontrapobre. Y de eso algo de culpa también tiene la guerrilla, porque durante años ellos robaron muchas tierras”, sentencia. El discurso de Gustavo, a día de hoy, se repite con frecuencia en no pocos hogares de Colombia.
Antonio ha peleado durante meses en las negociaciones con el Gobierno para alcanzar esos logros y, obviamente, su opinión dista mucho de la de Gustavo. “Nosotros vamos a recibir durante dos años el 90% de un salario mínimo legal en Colombia”, argumenta. “Eso serían alrededor de 200 euros. No son incentivos: son condiciones apenas mínimas y normales para que nosotros podamos iniciar nuestros proyectos. Devolver a toda esta gente a la vida civil sin trabajo, sin casa, sin salud, eso sí que sería desastroso. Ahora con ese dinero nosotros vamos a conformar unas cooperativas: vamos a reunir todas las asignaciones individuales, que sumarían en este campamento unos 3.000 millones de pesos, y lo vamos a emplear en proyectos productivos”.
El proyecto de integración económica del que habla Antonio se llama ECOMUN y ya está conformado a nivel nacional. Falta su asentamiento en contextos locales y regionales, pero ese proceso ya ha comenzado. En el proyecto están involucrados algunos gobiernos de otros países y varias ONG, que colaboran con financiación para los planes agropecuarios, agroindustriales y de conservación ambiental elaborados por las FARC.
Un proyecto de esa envergadura, como es lógico, no se salva de dificultades. Existen dudas sobre su viabilidad y esa incertidumbre empieza por la situación de los propios campamentos. Muchas de las veredas no disponen de tierras suficientes y hacen imposible la implementación de proyectos productivos relacionados con el campo.
El coronel Alejandro Rubiella es el jefe del equipo de observadores españoles en la Misión de Naciones Unidas para los acuerdos de paz en Colombia y mantiene una comunicación periódica y fluida con los miembros de las FARC. Rubiella no ve claras las posibilidades de éxito de ECOMUN. “Hay un problema de base, porque esos campamentos no se construyen con espíritu de permanencia”, explica el coronel. “Ellos quieren construir unas cooperativas. Esto es fácil de decir, pero ahí hay una contradicción: todos quieren ser agricultores y, sin embargo, allí no tienen tierras. Además, están asentados en una propiedad alquilada. Puede que el Gobierno compre esos terrenos algún día, pero de momento no los ha comprado”, argumenta.
Existe una complicación añadida: la propia geografía de Colombia, que dificulta la accesibilidad a los campamentos. La zona veredal Carlos Perdomo es un ejemplo de ello, pero no el único: varias ZVTN se encuentran en zonas selváticas y allí ni siquiera es posible llegar con un vehículo motorizado. “Uno se puede poner a producir en esos territorios pero, ¿cómo van a hacer para sacar los productos de allí? La distribución en esos caminos va a ser muy compleja. ¿No sería más lógico establecer la producción en otras zonas?”, plantea Rubiella.
La cuestión agraria permea todo lo relacionado con la guerra. Es el problema que dio origen al conflicto y, no en vano, constituye el primer punto del Acuerdo Final. Y luego está el fenómeno del narcotráfico, apartado al que los acuerdos dedican el punto 4, relativo a la solución del problema de las drogas ilícitas. A finales de enero, el Gobierno puso en marcha el Programa Nacional Integral de Sustitución de Cultivos de Uso Ilícito (PNIS). Según la Fundación Ideas para la Paz, 76.000 familias ya han firmado el acuerdo y se beneficiarán de un proyecto cuyo fin es erradicar los cultivos ilegales mediante el desarrollo de programas productivos en sus territorios. Cada familia que sustituya sus cultivos de coca, marihuana o amapola, recibirá el primer año 24 millones de pesos colombianos (alrededor de 6.800 euros), una medida con la que el Gobierno se propone disminuir 50.000 hectáreas de cultivos ilícitos en 2017.
La propuesta es ambiciosa, pero afronta un desafío mayúsculo: más allá de los subsidios que pueda ofrecer el Gobierno, ¿cómo se convence a un campesino de que deje de cultivar coca, un producto que le va a proporcionar siempre más beneficios que cualquier otro cultivo? Ese es el reto. Y, en principio, existe una alternativa: la lucha contra el narcotráfico no debería limitarse únicamente a la erradicación de cultivos, sino que también debería facilitar la subsistencia de los actores implicados en este modelo económico mediante la transformación política (y estructural) de los territorios.
La clave está en la palabra “integral”. Que las siglas del plan incluyan ese término no es gratuito. Antonio lo explica así: “La integración no hace referencia únicamente a la parte económica. Sí, hay unos incentivos en plata: si usted cambia la coca por café, por maíz o por ganado, se le va a garantizar la sostenibilidad financiera hasta que su producto empiece a dar resultados. Pero, además, la palabra integral es importante porque se le debe garantizar a la gente otros servicios: educación, carreteras, electricidad, mejoras en la vivienda…”.
Gobierno, FARC y ONU, trabajando codo con codo
Los obstáculos no son pocos y los actores implicados en el acuerdo en muchas ocasiones discrepan en algún capítulo de su implementación. Pero la paz está en marcha. Gobierno y FARC trabajan codo con codo para que así sea. Quizá el mejor ejemplo de esa colaboración sea el Mecanismo Tripartito de Monitorización y Verificación, el organismo encargado de supervisar el cumplimiento del cese al fuego y la dejación de armas de la guerrilla. Está conformado por delegados del Gobierno de Colombia, de las FARC y de observadores de Naciones Unidas, y dispone de una sede local en cada una de las zonas veredales donde se encuentran las FARC.
Y al Tripartito todavía le queda mucho trabajo por hacer. Cada miembro de las FARC ha dejado su fusil, pero el proceso de dejación de armas se enfoca a todo su arsenal y no finalizará hasta septiembre. La guerrilla ha facilitado un listado con la ubicación del material inestable que tiene almacenado en caletas distribuidas por todo el territorio del país. Allí las FARC guardan explosivos, munición, granadas de mano, y extraer ese material lleva su tiempo, porque con frecuencia esas caletas se encuentran situadas en lugares de difícil acceso.
“Hay caletas a las que solo se puede llegar después de seis horas en coche, ocho horas en burro y luego tres horas a pie”, asegura Javier Benito, comandante de la sede local del Mecanismo Tripartito en El Jordán, departamento de Tolima. “En la mayor parte de los casos, si el material se puede destruir en el sitio donde está, se destruye allí. Pero a veces hay que trasladarlo a un lugar más seguro y eso lleva más tiempo todavía”, concluye.
Javier es uno de los 14 militares españoles que participan como observadores en la Misión de Naciones Unidas en Colombia. En estos momentos su prioridad y la del Tripartito es trabajar en la extracción de caletas, pero desde hace pocos días cuentan con un nuevo cometido. El 10 de julio el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas aprobó la resolución 2366, que autoriza al contingente desplegado en Colombia a desarrollar una segunda misión con un objetivo muy específico: verificar la implementación de los puntos 3.2 y 3.4 del Acuerdo Final, relativos a la reincorporación política, económica y social de las FARC, y a las garantías de seguridad, no solo para la guerrilla, sino también para las comunidades afectadas.
Sobre el papel, la nueva misión de Naciones Unidas no comienza hasta el 26 de septiembre, pero en algunas sedes el trabajo de extracción y destrucción de caletas va muy avanzado y allí el Tripartito ya ha comenzado a realizar labores relacionadas con la nueva resolución. “Teóricamente ambas misiones se solapan”, explica el coronel Rubiella. “Se ha acordado que se constituyan unos equipos mixtos, compuestos por un policía, un militar y dos civiles en cada sede local. Esos se van a dedicar a la reintegración de FARC, pero solo abordarán cometidos de la segunda misión si no hay caletas que extraer”.
Fernando Burguillo, delegado español de Naciones Unidas en la sede del Tripartito en Caldono (Cauca), confirma el solapamiento de ambas misiones: “Sí, en el caso particular del componente internacional ambas misiones coinciden en el tiempo. Ahora el Mecanismo de Monitoreo y Verificación participa en la devolución a Bogotá de las armas que FARC ha dejado y también en la destrucción de caletas. Y al mismo tiempo, el mismo personal va a trabajar en asegurar que toda la parte que tiene que ver con la reintegración de FARC y con su seguridad, arranca conforme a lo que está establecido en el acuerdo”.
Junto a Fernando, otras 52 personas conforman el contingente del Mecanismo Tripartito en la sede local de Los Monos, en Caldono (Cauca). El campamento simboliza a la perfección la voluntad de las partes para acabar con el conflicto armado. Allí representantes de FARC, Gobierno de Colombia y Naciones Unidas colaboran a diario para verificar que los compromisos acordados se cumplan.
Todos los días un equipo de monitorización, formado por dos observadores internacionales, un delegado del Gobierno y otro de FARC, visita la zona veredal Carlos Perdomo, ubicada a 3 kilómetros de la sede, para comprobar la evolución de las obras en los campamentos, atender las solicitudes de los guerrilleros y examinar su estado de salud.
Sally Ojeda, capitán del Ejército de México, es la coordinadora de Naciones Unidas en la sede de Los Monos. Sustituye a Álvaro Torres, el coordinador titular que se encuentra de permiso. Su tono de voz es suave, sereno, acorde con su discurso conciliador. “Yo no veo conflicto aquí entre Gobierno y FARC”, cuenta Sally. “Cada uno puede hablar de su experiencia, pero yo veo que aquí practican fútbol, conversan entre ellos… Antes vivíamos en una carpa todos juntos. Pegaditos. Ahora ya no dormimos en la misma carpa, pero seguimos compartiendo. Aquí hay diferencias de opiniones, como en cualquier otro grupo social, pero algo que vaya más allá yo nunca lo he visto”, asegura.
Johnny Arenas, delegado de FARC en la sede, se expresa en los mismos términos. “Para todo el mundo la intriga era esa. Había un conflicto, pero ninguno nos conocíamos personalmente. Nosotros estábamos en la parte rural y el Gobierno en la parte urbana. Nunca tratábamos unos con otros y ahora las cosas han cambiado. Por mi parte ha habido una liberación, y esa experiencia algunos todavía no la han tenido, porque muchos compañeros continúan en las zonas veredales”.
Las FARC, preocupadas por su seguridad
Ahora, la principal preocupación de las FARC reside en que los puntos del acuerdo que se refieren a su seguridad se cumplan. Cinco excombatientes y diez familiares de miembros de la guerrilla han sido asesinados entre abril y julio de 2017. El fenómeno no es nuevo: la organización ya sufrió la persecución en masa de sus miembros cuando en 1985 fundaron Unión Patriótica, su primer intento de lucha a través de la vía política. En Colombia siempre hay quien está dispuesto a atentar contra aquellos que renuncian a las armas en favor del ejercicio político. Son grupos paramilitares y del narcotráfico que no quieren ni oír hablar de las propuestas de reciclaje y restitución que traen los acuerdos. El negocio sigue ahí y ellos quieren seguir ocupando su espacio.
El problema no afecta solo a la guerrilla. Según la Defensoría del Pueblo, en los primeros seis meses del año ya han sido asesinados más de 50 líderes sociales. En su mayoría son activistas que hacen campaña por la sustitución de cultivos ilícitos. Los acuerdos son claros: el Gobierno debe velar por la seguridad de los excombatientes con la creación de un sistema de escoltas mixto (compuesto por miembros de la Fuerza Pública y de las FARC) a cargo de la Unidad Nacional de Protección, pero también se ocupará de la seguridad de las comunidades y los líderes comunitarios.
“Aquí trabajamos con la mirada puesta en muchos frentes”, dice Alexander Flores, teniente de la Policía Nacional y delegado del Gobierno en la sede de Los Monos. “La misión de la Fuerza Pública es realizar operaciones conjuntas, con el propósito de ayudar a la Política Interior de Seguridad. Nuestra misión es proporcionar un mecanismo de seguridad tanto al componente de paz que se encuentra en este campamento como a los guerrilleros de las zonas veredales, y también a las comunidades aledañas”.
Johnny confía en el empeño del Gobierno. Lleva meses trabajando junto a ellos y sabe que persiguen un objetivo común. Pero Johnny no se engaña. Conoce su país y conoce las perversiones del conflicto. “El riesgo lo vamos a tener siempre, porque nosotros tenemos muchos enemigos. En Colombia hay acuerdos de paz, pero hay terceras personas que no están conformes con esto y seguirán amenazando por años y años”, advierte.
Un país más tranquilo
Son nuevos retos que debe afrontar el país, pero a pesar de esa violencia, a pesar de esos grupos que están sustituyendo a las FARC en algunos territorios, Colombia es hoy un estado más tranquilo. La polarización existe y hay muchos colombianos contrarios al acuerdo, pero poblaciones enteras celebran haberse librado del lastre que suponía la guerra. Ejército y FARC ya no luchan entre sí, y eso es algo que va más allá de posicionarse al lado de uno u otro bando.
Lorena y Nórida son hermanas. Regentan una tienda de empanadas, arepas y refrescos en Siberia, uno de los pueblos del departamento del Cauca más azotados por el conflicto, a pocos kilómetros de la vereda Carlos Perdomo. En 1998 las FARC mantuvieron allí un brutal enfrentamiento con la policía y el Ejército Nacional. El choque, que duró casi un día entero, se saldó con la destrucción de la iglesia, la estación de policía y más de veinte viviendas. Murieron varios guerrilleros y también algunos soldados y policías.
“Fue un ataque muy fuerte, que duró media tarde y una noche entera. Y al día siguiente uno se levantaba y veía los guerrilleros muertos… Uno ni siquiera podía pasar por los escombros de la iglesia. Y había tanques grandísimos del ejército. Era todo caótico”, recuerda Lorena.
Lorena y Nórida, como muchos otros habitantes de Siberia, huyeron del pueblo tras el ataque. Ellas regresaron a los pocos días, pero a día de hoy hay personas que siguen exiliadas. Tras aquello el pueblo quedó sin policía durante cinco años, bajo el mandato de las FARC. “Esos cinco años fueron años sin enfrentamientos, pero también con incertidumbre”, evoca Nórida. “Y luego vinieron los años de Uribe. Uribe golpeó mucho a la guerrilla. Trajo otra vez mucho movimiento, con soldados, helicópteros volando continuamente… Aquí hemos estado muchos años con miedo, pero ahora todo esto está más tranquilo”, concluye.
“Sí, la gente ya sale a distraerse. Hace poco más de un año aquí no se podía salir por la noche”, confirma Lorena.
Lorena y Nórida están hartas del conflicto. Ese sentimiento es el sentir de muchos colombianos. Y en Siberia, Bogotá o la vereda Carlos Perdomo la paz ya no es una quimera. El resultado del referéndum del año pasado, en el que el no a los acuerdos ganó por muy pocos votos al sí, dejó en evidencia la fragmentación que vive Colombia respecto a la negociación que Gobierno y FARC iniciaron en 2012, pero esa polarización no hace de los colombianos un pueblo adicto a la guerra. Allá donde la paz se intuye, donde se deja sentir, los colombianos lo celebran. Colombia sigue enfrentada, pero ya no quiere más combates.
Mientras tanto, en la Carlos Perdomo, Antonio Ospina se prepara para iniciar una nueva vida. Ya no es guerrillero, porque tiene un certificado de Naciones Unidas que así lo acredita, pero, de momento, tampoco es ciudadano de pleno derecho: aún deberá esperar al 15 de agosto para su reincorporación. Lo que no va a cambiar, en cualquier caso, es su lucha. “Nosotros no nos hemos reconciliado por haber llegado a un acuerdo. Para nosotros sigue siendo nuestra misión eliminar a la clase dominante. No estoy hablando de eliminarlos violentamente, de matarlos, sino de hacer que desaparezca en Colombia la clase que ha usurpado la riqueza que nos corresponde a todos. Esa es nuestra misión histórica, antes y después del acuerdo”.
Puede que algún día lo consigan. Pero ya no será disparando.
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