En julio de 2018 el presidente Trump anunciaba que Estados Unidos aplicaría aranceles contra diversos productos de origen chino por valor de varios miles de millones de dólares, medidas a las que China contestaría aplicando a su vez aranceles a productos estadounidenses. Tras esto llegaron toda una serie de reuniones, negociaciones y ceses al fuego sobre los que prensa y analistas no han cesado de especular desde cualquier ángulo posible: “Estados Unidos no tiene nada que ganar”; “China pierde la guerra comercial”; “No habrá un acuerdo”; “Sí habrá un acuerdo”… Algunos incluso han tratado de ir más allá para intentar ver el patrón entre bambalinas que pudiera explicar por qué se había abierto semejante conflicto contra China.
La reacción mayoritaria, como era de esperar, ha seguido la narrativa en boga desde el nacimiento de la Organización Mundial del Comercio (OMC): cualquier impedimento al comercio y las escaladas en proteccionismo solo pueden llevarnos al desastre. Cabe preguntarse qué de cierto hay en cada versión de los hechos. Sin embargo, antes de subirnos al tren de los análisis y las explicaciones, es necesario hacer un repaso de cómo ha evolucionado la situación, y las posiciones en las que cada país se encuentra actualmente.
La historia hasta hoy
Trump ya venía desde su campaña electoral en 2016 mostrando su disconformidad con la política comercial del gobierno, y especialmente con respecto a China y Europa. Ya había anunciado antes de ser elegido que impondría aranceles del 35 al 45% sobre productos chinos con el fin de obligar a China a una renegociación de sus relaciones comerciales. El tiempo demostró que no estaba hablando por hablar en cuanto a comercio se refiere. En sus primeros días como presidente, canceló las negociaciones del sonado Tratado Transatlántico de Comercio e Inversiones -TTIP por sus siglas en inglés- con la Unión Europea tras 3 años de desarrollo.
Desde un primer momento, uno de los focos de las quejas sobre el comercio con China había radicado en la protección de la propiedad intelectual, que según Washington -y algunos otros países como Nueva Zelanda o Canadá- estaba siendo violada constantemente por empresas chinas, tanto privadas como estatales. Según estimaciones del propio gobierno, la piratería, las falsificaciones y el robo de secretos comerciales costaban unos 600 mil millones a los Estados unidos. Se lanzó una investigación dedicada a determinar si el gobierno chino invertía en empresas americanas de sectores clave para obtener tecnología. Otra de las quejas más repetidas era el trato injustamente favorable del gobierno chino a su tejido empresarial, al que subsidia y protege, según el gobierno, de forma desproporcionada, para garantizar la competitividad de las empresas chinas sobre las estadounidenses, tanto fuera como dentro del país.
Finalmente, a principios de 2018 entraron en vigor los primeros aranceles, y la respuesta china no se hizo de rogar. Bienes por valor de 53 mil millones de dólares recibieron impuestos por entre un 15-25 por ciento del lado americano, y 50 mil millones por el lado chino. Seguidamente, en septiembre del mismo año, se incrementó el valor y volumen de los bienes con aranceles.
Como se puede apreciar, el dispar volumen de exportaciones de cada país hace que las medidas estadounidenses sean mucho más substanciales en términos totales, aunque prácticamente todo lo que importa China desde Estados Unidos ha recibido aranceles. Entre los bienes afectados del lado chino se encuentran: varios productos alimenticios como marisco, ruedas de automóvil, productos derivados del acero, circuitos integrados y productos electrónicos, bienes de equipo, aceite y lubricantes de motor, productos derivados del plástico y un largo etcétera, pues el rango de las importaciones de origen chino en Estados Unidos abarca casi todos los campos de la economía. Por otro lado, las importaciones chinas son mucho más modestas, y los impuestos afectaron a sectores como la soja o el cerdo -y otros productos alimenticios-, el acero, cobre, equipo médico…
Finalmente después de los meses de tensión y acusaciones cruzadas, a principios de diciembre del año pasado, tras la cumbre del G-20 en Argentina, los dos países declararon un “cese al fuego”, dando Estados Unidos un plazo de 90 días a China para alcanzar un acuerdo. Sin embargo, las declaraciones de ambos tras la reunión parecieron dar impresiones claramente distintas de cual era la situación. Washington defendió su posición dominante en las negociaciones, afirmando que China procedería a hacer compras substanciales para reducir el desequilibrio en la balanza comercial, y que estaba abierta a negociar con respecto a la propiedad intelectual. Por otro lado China no fue para nada tan concreta en estas concesiones, haciendo énfasis en el cese de las hostilidades y en el trabajo hacia acuerdos provechosos para ambas partes.
Y así nos encontramos, un mes después del final del periodo de gracia, que ha sido prolongado de manera indefinida tras las declaraciones de Trump de que un acuerdo estaba muy cerca y la promesa de una reunión con el presidente Xi Jinping a corto plazo.
El comercio mundial y las guerras comerciales
Un tema muy recurrente, ya no solo en este marco, sino en general del ideario liberal es que una guerra comercial desestabilizaría el sistema comercial mundial, nadie ganaría y sentaría un precedente “indeseado”. Esto es, sin ningún lugar a dudas, cierto. La completa impotencia de la OMC ante el desarrollo de los eventos pone en entredicho una organización que desde el inicio de la crisis comienza a ganar detractores. Sin ir más lejos, en la misma cumbre del G-20 en Argentina, Macron señalaba que ésta no estaba cumpliendo sus objetivos y necesitaba modernizarse. Sin embargo, desde su fundación en 1995, e impulsada por los esfuerzos de las mayores potencias económicas, ha conseguido que el globo se encuentre ante una de las épocas de mayor liberalización del comercio y el capital de la historia. Un gran logro para unos, pero una fuente de desequilibrios y pobreza para otros.
Desde la famosa “curva del elefante” hasta los evidentes incrementos de pobreza en países en desarrollo, desmantelamiento de los famosos Estados del bienestar europeos y la crisis de las hipotecas subprime, hay pruebas, signos y estudios más que suficientes para desprestigiar la bonanza de todo lo que la OMC representa, al menos cuando se mira a los países en desarrollo. Todo este argumento viene a decir que aquellos que defienden a ultranza y sin fisuras la máxima liberalización de los mercados quizá estén sobreestimando las ganancias del comercio, como argumenta Dani Rodrik en uno de los libros más famosos sobre la globalización y la liberalización comercial “La paradoja de la Globalización”.
La posible desestabilización o reforma de la OMC puede incluso ser un resultado positivo de este episodio, depende de a quién se le pregunte -a las mayores economías mundiales probablemente no les agrade tanto-, y según qué escenario se imponga finalmente, especialmente teniendo en cuenta que Estados Unidos parece deseoso de abandonar su postura de policía y garante mundial, y con ello su preocupación por las organizaciones que mantienen y perpetúan este orden disminuye considerablemente, o , cuanto menos, se traslada a un enfoque distinto con respecto a qué puede sacar de ellas y cuánto esfuerzo merece mantenerlas en pie. Muestra de ello es el cambio de postura ante las contribuciones de otros países a la OTAN y sus respectivos presupuestos militares, pidiendo un aumento de los presupuestos militares primero al 4% y luego del 2% del PIB, y argumentando que la OTAN es el principal baluarte contra Rusia.
Tampoco hay que adentrarse demasiado en el mundo académico para encontrar algún modelo en el que, bajo ciertas circunstancias, una guerra comercial no solo evite pérdidas de riqueza, sino que produzca ganancias. Un ejemplo lo podemos encontrar este artículo publicado en The Economic Journal por Harrison, G. W., & Rutstrom. Es decir, asumiendo que el gobierno de los Estados Unidos sea un actor racional -lo cual es difícil de rebatir incluso con la popular narrativa de que Trump actúa sin ningún tipo de restricciones ni control- el hecho de que se entre en una guerra comercial solo puede significar que existen perspectivas razonables de obtener un beneficio de todo el asunto, sea directamente económico, diplomático, geopolítico o de cualquier otro tipo, mientras compense las pérdidas posibles.
Obviamente, no es el único, y es sencillo encontrar trabajos similares, unos más centrados en el aspecto económico y otros en el político. (Cabe notar que el modelo mencionado, comprensiblemente, solo contabiliza ganancias monetarias directas del comercio bajo las situaciones de liberalización y proteccionismo comercial, y no otras ganancias derivadas). Bajo circunstancias y supuestos normales, el libre comercio solo se daría entre naciones simétricas en industrias y costes, que no tienen nada que perder. En muchos casos, donde las diferencias entre un país y otro son abismales, los acuerdos de libre comercio bajo la OMC han supuesto graves desequilibrios en los países en desarrollo, que se han visto relegados a ser proveedores de materias primas y atados a las fluctuaciones de los precios de sus exportaciones. En nuestro caso específico, las esperanzas de la opinión pública se encuentran en que este periodo de turbulencia lleve a acuerdos satisfactorios para ambas partes que refuercen el libre comercio.
Así pues, en una primera instancia una guerra comercial podría parecer un escenario no tan apocalíptico.
La realidad de los dos bandos
Como en todos los acontecimientos, hay dos caras en esta moneda. Por un lado, no es difícil argumentar que la jugada no le está yendo muy bien al gobierno estadounidense cuando se mira a los números. Por otro, la imagen de China como invencible máquina de crecimiento y desarrollo se desdibuja considerablemente si se pone en perspectiva su política doméstica y su reacción ante las medidas ya impuestas. Al mismo tiempo, tampoco es difícil razonar que el impacto en la economía estadounidense, aunque existe, es pequeño, y que la economía china sigue en números de crecimiento que otras naciones envidiarían. Veamos cómo estas realidades aparentemente opuestas se conjugan en el escenario actual.
Es difícil ignorar el hecho de que, a efectos prácticos, todos los aranceles que ha impuesto la administración han servido solo para aumentar los precios de los bienes importados, sea porque las empresas incluyen este importe en sus precios, o por derivar la compra de los productos afectados a otros países con mayores costes que los anteriores. El Centro para la Investigación sobre Política Económica publicó a principios de marzo un artículo deliberativo en el que exponía y desarrollaba este argumento. El artículo estima una pérdida de unos 17 mil millones de dólares anuales debido a pérdida de poder adquisitivo -sólo un 0,1% del PIB estadounidense- pero los demás costes y pérdidas asociadas pueden incrementar esa cifra significativamente, como los costes derivados de reajustar las cadenas de abastecimiento de las empresas. También, estima el trabajo, si el objetivo fuera recuperar, por ejemplo, todos los puestos de empleo relacionados con manufacturas perdidos en los últimos diez años, el coste en pérdidas de riqueza por cabeza sería hasta 4 veces superior al salario que cobraría cada empleado -unos 52.000 dólares anuales-. Si bien los números aún no son alarmantes, una situación de desgaste prolongado sí que podría llegar a ser una molestia para la administración y los consumidores estadounidenses. De momento, en el terreno económico, la guerra comercial está en números rojos para la administración Trump.
La pregunta es: ¿Si el efecto económico está ahí, pero no es apenas relevante, qué es lo que puede perder o ganar Trump de esta jugada? Los medios nacionales no se han mostrado excesivamente contentos con el asunto -especialmente con los datos mencionados previamente-, más bien lo contrario, pero en ningún momento se ha contado con ellos para hablar favorablemente de él, y estas medidas tenían en principio el apoyo de sus votantes. Como mucho, se habrá conseguido una mayor polarización del electorado, lo cual no es explícitamente malo de cara a la reelección, pues ya en 2016 esta polarización es precisamente parte vital de lo que le granjeó la presidencia. Teniendo en cuenta que las quejas estadounidenses sobre robo de propiedad intelectual, proteccionismo injusto y falta de apertura son fácilmente defendibles ante la opinión pública, todo este asunto y una posible resolución favorable sumarían muchos puntos de cara a 2020, compensando unos datos económicos moderadamente malos y toda la exposición mediática de éstos.
En el lado de la moneda chino, las apariencias podrían indicar que nadie se ha inmutado siquiera. La Bolsa china no ha parado de subir en 2019, la economía crece a más del 6%, etc. Desde occidente nadie que viese esos datos se atrevería a decir que la economía china está sufriendo la guerra comercial. Sin embargo, escarbando un poco se pueden encontrar razones para pensar lo contrario. Para empezar, 2018 fue un año nefasto para la bolsa china, que en total perdió más del 27% en ese año, comparado con entre un 3-4% del S&P 500, siendo el mercado financiero que peor cerró el año, viviendo un auténtico pánico causado por la percepción de ralentización de la economía de los inversores y, cómo no, miedo ante el inicio de la guerra comercial. Si 2019 comenzó en positivo para el mercado financiero chino es, en gran medida, debido a la tregua que se acordó a finales de diciembre.
Por otro lado, gran parte del deslumbrante crecimiento económico -del milagro- chino desde finales del siglo pasado hasta ahora ha venido de la mano de grandes esfuerzos, planes y ayudas desde el sector público chino, y canalizado por empresas del estado. Esto significa que el peso del crecimiento chino recae sobre los hombros de su gobierno, y no del sector privado, especialmente cuando la liberalización del mercado chino comenzada por Deng Xiaopin en los 70 se ha paralizado en muchos casos. La economía china tiene un serio problema de dependencia en los préstamos públicos, recortes de impuestos y ayudas para seguir su ritmo de crecimiento y financiar las industrias nacionales, con el objetivo de alcanzar las metas de crecimiento estipuladas por el gobierno. Las exportaciones han ido sufriendo varios golpes a lo largo del 2018, pero nada como en febrero de este año, cayendo un 20,7% , especialmente en los sectores afectados por los aranceles, y perdiendo casi un 30% de volumen de exportaciones con Estados Unidos, lo que supone pérdidas para nada desdeñables.
Los principales problemas que afronta China son dos. Primeramente, el volumen de inversión público requerido para mantener el crecimiento a flote es, a la vez, un lastre en caso de que la economía se ralentice y la confianza de los inversores lleve a otro desplome como el del año pasado. Si las burbujas de crédito, deuda y suelo llegaran a explotar en las condiciones actuales -debido a un pánico financiero en masa, impagos de deuda o similares- su economía podría sufrir un golpe que descarrilaría el país entero.
Lo cual nos lleva al problema numero dos: los paquetes de estímulo constantes necesarios para mantener el crecimiento a flote han puesto en pausa por completo lo que iba a ser la gran reforma económica de Xi Jinping, la gran continuación de la apertura económica de los 70, el “Made in China 2025”. Una apuesta con billones de yuanes en financiación con el objetivo de trasladar el foco de la industria china a las tecnologías y la industria puntera: desde coches eléctricos, software y telefonía móvil hasta robots e inteligencia artificial. Es decir, sobrepasar a los países occidentales en industrias clave y abandonar el modelo de producción en masa de bienes de consumo, creando una base económica más sólida para el país y catapultándolo no solo a gran potencia mundial, sino a líder tecnológico indiscutible. Inevitablemente, China necesita una reforma de gran calado en su sector financiero y la atención directa de su gobierno para llevarlo a cabo, y ahora mismo no tiene ni la una ni la otra. El mantenimiento de las cifras de crecimiento en la situación actual mantiene el poder administrativo con las manos en otro lugar y tracción para poder empezar esta diversificación de su tejido industrial. Y así se forma un ciclo: esta reestructuración industrial y financiera salvaría a China muchos quebraderos de cabeza en la situación actual, pero el mantenerse a flote y cumpliendo objetivos en el corto plazo impide llevar a cabo las medidas necesarias para ello.
Lo cierto es que, por un lado, da la impresión de que Estados Unidos tiene poco o nada que ganar de la situación, aparte de unos cuantos votos de cara a las siguientes elecciones. China, a pesar del aparente fatalismo de los párrafos anteriores, se mantiene en pie y en marcha y da una imagen pública mucho más calmada, aunque nunca fallando en responder con igual dureza a cada medida del otro bando. Ciertamente, a ninguno de los bandos parece beneficiarle mantener la situación desde las perspectivas que hemos abordado hasta ahora y, sin embargo, nadie ha dado pasos en dirección a un acuerdo que le ponga fin.
La Guerra detras de la guerra.
El 4 de octubre de 2018, en el Instituto Hudson, el vicepresidente Mike Pence hizo comentarios muy interesantes sobre las relaciones EEUU-China, anunciando un cambio completo de estrategia y enfoque, enmarcado en lo que se describe en el documento de Estrategia de Seguridad Nacional de 2018 como “Great Power Competition”, con el objetivo de contrarrestar las supuestas medidas políticas, económicas y militares que China estaba empleando para desarrollar sus intereses en el país y en el mundo, compitiendo con Estados Unidos por un cambio en el orden mundial. Además, menciona cómo las esperanzas de una China más democrática e integrada tras su entrada en la OMC y apertura al mercado estadounidense se ha visto truncada por el régimen y políticas actuales, y cómo a partir de entonces el enfoque de las pasadas administraciones con respecto a China como un “socio estratégico” estaba errada.
Si algo hay que sacar en claro de su intervención es que es lo más parecido a una declaración de “guerra” formal que podremos encontrar entre las dos potencias. El gobierno de Estados Unidos reconoce la amenaza que supone China para el status quo mundial y su posición de hegemon y está dispuesto a combatir por ello, si bien no militarmente, sí política y económicamente. En este marco de lucha por la posición dominante, quizá sí encontremos justificaciones para la guerra comercial como vanguardia de este nuevo conflicto.
Aquí es donde, como anunciaba antes, me subo al tren del análisis y un poco de especulación. Pongámonos en situación:
Tenemos a un Estados Unidos que, desde la segunda guerra mundial ha sido el líder indiscutible, primero del bloque capitalista, y luego de todo el sistema mundial, tanto económica como política como militarmente. Esta posición le ha permitido, por un lado, guiar a su antojo la política económica a escala internacional, primero con el GATT y el impulso a la UE, y más adelante sustituyendo la primera por la OMC, siempre colocándose en posición de ventaja en tratados económicos, proyectos en el extranjero y como el destino más fiable para los ahorros mundiales por su solidez económica y la condición del dólar como moneda de reserva preferida por todo el mundo. La demanda de dólares y el atractivo de los activos americanos permiten que el país entre poco a poco en un estado denominado “déficit dual” en el que la balanza comercial se dispara negativamente, debido a que el gasto del gobierno es mayor que los impuestos recaudados, el cual se financia mediante emisión de deuda, que no puede ser absorbida totalmente por los ahorros privados y es adquirida por capital extranjero. En general es una situación bastante peliaguda, en la que se espera que en algún momento, esta acumulación de deuda conlleve una devaluación de la moneda y empeore el poder adquisitivo, reduciendo la capacidad de comprar importaciones. Al final, tras una probable crisis por la pérdida de valor o una reestructuración de la deuda o el presupuesto nacional -posiblemente ambas- se reestablecería un equilibrio. Sin embargo, la posición de Estados Unidos y del dólar como moneda de reserva y centro financiero mundial aseguraban un largo futuro en el que el gobierno podría gastar por encima de su presupuesto según sus necesidades y seguir emitiendo deuda sin preocupación alguna por la salud de su moneda o la demanda de sus activos o deuda. Este sistema nos deja cifras de unos 600 mil millones de déficit comercial del año pasado, el más alto desde el inicio de la crisis, y un déficit fiscal 1.103 billones en el presupuesto de 2020.
Tanto el orden internacional con Estados Unidos a la cabeza como este sistema de doble déficit empezaron a dar muestras de agotamiento durante la crisis de 2008. El enquistamiento en Oriente Medio y el alza de nuevo de Rusia y China a la arena internacional han hecho plantearse muchas cosas sobre el estado del mundo a Estados Unidos, y parece que el gobierno encabezado por Trump ha decidido que el peso de ser la única gran potencia mundial es demasiado. En este marco, desde 2016 se ha buscado rediseñar las relaciones internacionales del país y salir del gran agujero financiero que ha sido la presencia estadounidense en Iraq o Afganistán, así como trasladar peso a otros socios militares, como comentábamos antes con respecto a la OTAN y el incremento de aportación de los demás miembros. Más allá, parece ser que la administración es consciente de que no se puede permitir mantener estos déficits indefinidamente y se ha dispuesto a replantear las relaciones comerciales con el resto del mundo, ya que aún no se puede permitir desinflar su presupuesto, especialmente militar.
Mientras este déficit persista, Estados Unidos tiene un talón de Aquiles muy grande, aunque se mantiene en pie por su condición única. Una condición que está amenazada por el alza de China como gran potencia, no solo económica, sino militar y geopolítica. Cabe notar que China es uno de los mayores compradores de deuda soberana estadounidense con los dólares obtenidos de las exportaciones, y que una venta masiva de esos títulos de deuda podría llevar a un desplome de su precio y a un pánico generalizado. Más significativo aún es que en los últimos años China ha intentado establecer el Yuan como nueva moneda de referencia mundial. El FMI ya le otorgó el la categoría de moneda de reserva en 2015 junto al dólar, euro, yen y libra, y los yuanes se están empezando a popularizar tanto en mercados financieros como en el de bienes clave como el petróleo. Además, el estrechamiento de relaciones bilaterales con los países implicados en el proyecto “Belt and Road” conllevaría de forma natural el intercambio de monedas y la mayor circulación mundial del yuan de forma natural
Es tan clave para Estados Unidos mantener el dólar como moneda de reserva como vital es para China hacer del yuan lo mismo para que su ascenso a mayor potencia económica mundial se materialice. Y, en el escenario actual, entremezclado con tensiones ideológicas, militares y políticas, se encuentra un conflicto entre la supervivencia y estabilidad de la mayor economía mundial y el ascenso de la segunda. Bajo estas premisas, no es difícil imaginar qué fin sirve la guerra comercial de la que llevamos siendo testigos más de un año. Por consiguiente, se podría considerar que es el primer pulso que Estados Unidos está echando con China en lo que, presumiblemente, serán intentos mutuos de desestabilizar la economía del otro, habiendo decidido tomar la iniciativa tras años de peligrosa pasividad.
En definitiva, por un lado, cada escalón que sube la economía China hacia su objetivo es un paso más hacia el abismo que, potencialmente, está dando un Estados Unidos que sin su prestigio y poder actual probablemente estaría en bancarrota y desmoronado ante la deuda y la desconfianza de los mercados. Por otro, la economía china sigue necesitando una profunda reestructuración industrial y fiscal para desarrollar un sector privado fuerte que pueda tomar el rol que el gobierno desea, y un tropiezo demasiado fuerte en las estrategias estatales podría desestabilizar un sistema dependiente de las ayudas públicas y excesivamente endeudado, con contradicciones internas que fuera del férreo control del Partido Comunista Chino no sería capaz de competir de la manera que lo hace en los mercados mundiales. En resumen: este no es el último capítulo, sino el primero, de las muchas escaramuzas y pugnas que se darán en todas las áreas imaginables por la corona que Estados Unidos lleva luciendo desde el siglo pasado.
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