Escrito por Alejandro Matrán
Londres, 3 de marzo de 2018 – En plena Guerra Fría, la entrada soviética en 1979 en el país a petición del gobierno afgano, solamente agravó la Guerra de Afganistán, los afganos suníes y chiíes islamistas se unieron a modo de resistencia (conformando las llamadas guerrillas muyahidines) contando con el apoyo de los Estados Unidos. Pero esta unión poco duró pues diferencias de todo tipo salieron a flote de manera radical. Los suníes y chiíes comparten una misma religión, el Islam, pero discrepan en quién es o quiénes son los legítimos sucesores de Mahoma. Los suníes reconocen a los cuatro califas ortodoxos bien guiados, o Rashidun, (Abu Bakr, Omar, Othman y Alí) mientras que los chiíes solo reconocen al último, que era primo y yerno del profeta, tomándolo como su primer imam. Actualmente, en el mundo, los chiíes conforman un 12% de la población musulmana y los suníes un 85%, en Afganistán, la población chií ronda el 20% mientras que la sunita ocupa el 80% restante. Además, la gran mayoría de los chiíes afganos son hazara.
Los Hazara
Aunque se dice que los hazara son un pueblo de origen mongoloide todo apunta a que se trata de una mezcla étnica entre poblaciones autóctonas, mongoloides y turcos. Los hazara habitan en la región de Hazarayat, en el centro de Afganistán y abarcan alrededor del 15% de la población afgana. Esta región fue independiente en el siglo XIX, y ellos han sido perseguidos por los radicales suníes desde los tiempo del emir Abdul Rahman, que decidió someter Hazarayat a Afganistán. Después de dos años de resistencia hazara finalmente fueron sometidos y esclavizados. Otros consiguieron escapar del país, lo que explica la presencia de hazaras en Irán (de mayoría chií) o Pakistán (sobre todo en la ciudad de Quetta), donde también son objetivo de violencia con frecuencia debido a los numerosos grupos extremistas suníes del país.
En el año 1979, los hazara llevaron a cabo una rebelión promovida por agentes iraníes que les permitió hacerse con el control de varios pueblos. Meses después tuvo lugar otra revuelta haraza en la ciudad de Kabul que fracasó implicando el arresto de cientos de hazara. En septiembre del mismo año, mediante una asamblea de signatarios de Hazarayat, se creó la llamada Shura-e Itifaq, un consejo (liderado por Ali Behishti) que serviría para administrar la región cobrando impuestos, reclutando soldados y emitiendo documentos de identidad. A pesar de que la mayoría de los integrantes de la Shura eran intelectuales y terratenientes, el clero no tardó en hacerse con el control. Esto supuso posicionar a la Shura a favor de Ruhollah Jomenei, el líder supremo de Irán en esa época.
En 1980, con los soviéticos ya en suelo afgano, tuvo lugar una nueva revuelta hazara en Kabul. Esta vez más controlada. Poco a poco la revuelta se extendía por varios distritos dando lugar, durante la siguiente década, a diferentes organizaciones islamistas y a la expulsión de Behishti, lo que provocó que la nueva administración del país se centrara más en las diferencias religiosas. En 1989, después de la retirada soviética, los partidos islámicos crearon un gobierno interino que excluía a los chíies, masacrados de nuevo en 1992 tras la toma de poder del presidente muyahidín (suní) Burhanuddin Rabbani. Finalmente, en el año 1995 las tropas de Rabbani fueron expulsadas de la región por Muhammed Karim Kalili y su condición de región independiente (a pesar de su pertenencia oficial a Afganistán) se ha mantenido tras la llegada del nuevo gobierno afgano que reemplazó al régimen talibán de Rabbani.
La amenaza suní
Durante los años siguientes a la caída de este régimen talibán (una facción políticomilitar fundamentalista suní fundada por veteranos de la Guerra de Afganistán), que tuvo lugar en el año 2001 tras la invasión de los Estados Unidos efectuada a modo de respuesta a los atentados del 11 de septiembre, las diferencias entre suníes y chiíes no han dado pie a ninguna confrontación de gravedad; a excepción de un altercado en 2006 en Herat que dejó cinco muertos y hasta que en diciembre de 2011 un atentado suicida se cobró medio centenar de vidas en un santuario del centro de Kabul en plena celebración del Ashura. El Ashura es la fiesta más importante del chiismo, es el mes de luto por el martirio del imán Hussein, el nieto de Mahoma e hijo de Alí, y por lo tanto uno de los sucesores legítimos del profeta. Aunque, debido a la fuerte represión que vivían los chiíes, se celebraba casi a escondidas hasta la caída del régimen talibán, en esta fiesta los fieles se autoflagelan mientras desfilan por las calles repletas de banderas negras a modo de duelo.
Aunque hoy en día esta festividad se celebra abiertamente gracias a la parcialidad del nuevo gobierno, también podemos comprobar que existe un resurgimiento del movimiento talibán, que cada vez aumenta sus efectivos militares y gana territorio en Afganistán.
Desde 2011 ha habido otros ataques talibanes como el ataque al palacio presidencial de Kabul y el del consulado de los Estados Unidos en Herat, ambos en el año 2013 o el ataque a la embajada española en 2015, que se saldó con 10 muertos. Esto significa un resurgimiento del radicalismo suní, lo cual no es una buena noticia para los chiíes afganos, que probablemente deberán volver a esconder las señales de sus festejos. Además los chiíes tienen en su contra al llamado Estado Islámico, formado por radicales suníes, que reclama la autoría del atentado suicida el pasado 28 de diciembre de 2017 en un centro cultural y una agencia de noticias chií (Afghan Voice Agency) de Kabul asociadas a una organización financiada por el gobierno iraní. Irán, al ser un país de mayoría chií, apoya a esta minoría afgana, aunque ser aliado del gobierno iraní es un arma de doble filo. Ser amigo de Irán significa ser enemigo de países como Arabia Saudí o Pakistán (ambos de mayoría sunita. Entre el 75 y 95% en el caso del segundo), también del Estado Islámico o incluso de Estados Unidos. Aunque los estadounidenses no vayan a apoyar al régimen talibán, pues fueron los americanos los que iniciaron la guerra de 2001 en contra del grupo islamista, tampoco prestarán ayuda al gobierno iraní, con el cual rompieron las relaciones tras la revolución de 1979 contra el Sah Mohammad Reza Pahlaví de Persia (lo que hoy es Irán).
La influencia islamista de Irán
El hecho de que casi el 95% de la población de Irán sea chií y que, tras la caída del Sha, Irán se ha convertido en una república islámica dominada por el clero (donde la figura del ayatolá es la más importante, no solo dentro del país sino para el chiísmo a nivel mundial), conlleva que el país sitúe los intereses religiosos en los primeros puestos de su lista de prioridades geopolíticas con una aspiración de liderazgo del mundo chií.
A lo largo de los años, Irán ha financiado y entrenado a grupos islamistas chiíes por todo Oriente Medio. Algunos de estos grupos, como Hezbolá (surgido en el Líbano en respuesta a la invasión israelí en 1982), son considerados terroristas por una gran cantidad de países (entre ellos los EEUU, Bahréin, Egipto y la UE) mientras que algunos de los países árabes los consideran agrupaciones de resistencia totalmente legítimos. A su vez, existen más grupos de esta condición que están tomando parte en la guerra siria como los pakistaníes Liwa Zainebiyoun o los afganos Liwa Fatemiyoun, ambos fundados en 2014. La mayor parte de los integrantes de Liwa Fatemiyoun son refugiados hazara, a los que se les promete la ciudadanía iraní y unos sueldos de entre 500 y 800 dólares al mes por combatir generalmente en Siria junto a las Fuerzas Armadas Sirias del presidente al-Assad (Alawita) y en oposición al Estado Islámico, de naturaleza suní. De esta manera, Irán promueve el chiísmo más allá de sus fronteras, lo que conllevaría una expansión de esta tendencia religiosa que tiene como cabeza a su ayatolá. De este modo Irán colaboraría al establecimiento de un orden, por precario que sea, en Afganistán, por lo tanto, en caso de que los intereses religiosos llegaran a su meta, la relación de Irán y Afganistán mejoraría notablemente.
Aquí encontramos un segundo objetivo del gobierno de los ayatolás. Si se establecieran buenas relaciones entre ambos países se abriría una nueva “ruta de la seda”, donde Afganistán pasaría de ser un país tapón a ser un país de gran tránsito comercial que conectaría a los países del Golfo Pérsico con Asia Central. De esta manera Irán se convertiría en un país de entrada y salida de todo tipo de mercancía, es decir, aumentaría su flujo comercial ayudando así a alcanzar el objetivo que lleva persiguiendo durante décadas: convertirse en una potencia regional.
La persistencia de Pakistán
Sería necesario ampliar mucho el objetivo sobre el mapa para comprender a fondo las intenciones de Pakistán en Afganistán, por lo que nos limitaremos a asumir algunas cuestiones.
Para empezar, Pakistán es un país relativamente pequeño que vive bajo la constante amenaza de la India y la tensión entre los dos países ha llevado, desde sus inicios, a que el gobierno pakistaní esté preocupado por un posible conflicto armado con sus vecinos hindúes. Este miedo le otorga un papel fundamental a Afganistán, que serviría de retaguardia para el ejército pakistaní en caso de una invasión por parte de la India, pero, para ello, el gobierno de Pakistán ha de tener una buena relación con el gobierno afgano, lo cual siempre ha resultado complicado debido a las disputas territoriales en la frontera, especialmente su tradicional enfrentamiento en la NWFP (North West Frontier Province), lugar donde se concentra la mayor parte de los talibanes pakistaníes así como de refugiados hazara.
Debido a esta dificultad de entendimiento con el gobierno afgano, a Pakistán le interesa desestabilizar la administración del país para no solo contar con un aliado sino para someterlo. En caso probable de que el gobierno de Afganistán caiga por el avance talibán apoyado por los pakistaníes, el gobierno de Islamabad se vería favorecido por la supuesta afinidad con el grupo armado, cuyo fanatismo impediría una alianza con los hindúes. Pero la realidad puede ser bastante diferente.
A pesar del tradicional apoyo que los talibanes han recibido de Pakistán y de las múltiples reuniones para las negociaciones de paz (algunas muy recientes), los rebeldes afganos comenzaron a desconfiar del ISI (el servicio de inteligencia pakistaní) desde su colaboración con el gobierno de Afganistán y los Estados Unidos tras los atentados del 11S en el año 2001. Esto quiere decir que es bastante probable que los talibanes tengan un as bajo la manga y, a la hora de la verdad, Pakistán se quede con las manos vacías. Mientras tanto, toda ayuda al grupo fundamentalista suní es bienvenida por ellos.
El futuro del chiísmo afgano
Contemplando este paisaje comprobamos que el futuro de los chiíes, y especialmente de los hazara, es bastante incierto. Afganistán es un estado totalmente fallido. El gobierno actual es extremadamente corrupto e incapaz de establecer las instituciones necesarias para el desarrollo de un país que lleva en guerra desde la Revolución de Saur en 1978. Además, desde una perspectiva social, más del 30% de la población de Afganistán es analfabeta (una de cada tres personas no sabe leer ni escribir) y su media de edad ronda los 18 años, lo que deja una complicada situación: una población realmente joven sin empleo ni estudios, en un entorno marcado por el radicalismo de los talibanes, lo que sitúa el fin de la violencia entre suníes y chiíes en un horizonte casi inalcanzable.
Es precisamente por este motivo por el que las fuerzas talibanes están creciendo tan rápidamente. La baja moral de los jóvenes afganos los conduce a un sentimiento sin patria y sus limitados conocimientos los hacen carne de yihad. Además, la mayor parte de la población afgana vive en zonas agrarias donde se cultiva adormidera, una planta de la que se extrae el opio, principal fuente de financiación de los radicales suníes afganos. Inicialmente los talibanes encontraron su financiación en la venta de este material pero después se percataron de que con ello podían fabricar heroína. De esta manera venden un producto más caro y por lo tanto pueden aumentar notablemente su capital convirtiéndose en una facción cada vez más amenazante para el gobierno afgano de Ahmadzai y los chiíes del país.
Es probable que los chiíes de Afganistán cuenten con la ayuda militar de Irán en caso necesario, lo cual jugaría en contra de una posible alianza con los Estados Unidos. Esta cercanía con el gobierno iraní puede ser tan positiva como negativa. Irán no está cumpliendo del todo el acuerdo que había firmado con los Estados Unidos , entre otros, en 2015 bajo el mandato de Barak Obama en el que se comprometía a no desarrollar tecnología nuclear para acciones no pacíficas. Es decir, que los avances conseguidos durante los últimos años por el gobierno iraní en lo que se refiere a tecnología nuclear le convierten en un aliado poderoso, pero esto también crea una tensión casi palpable entre el gobierno de Alí Jamenei y el de Donald Trump, por lo que los chiíes han de tener mucho cuidado con las alianzas que establecen. Por otro lado, la causa de los chiíes afganos sería una excusa perfecta para pactar una alianza entre Irán e Iraq, que también posee una población de mayoría chií. Esto convertiría a los dos países juntos en una superpotencia gracias a su extrema riqueza en recursos naturales, lo cual desestabilizaría el control de los Estados Unidos sobre Oriente Próximo y Medio, algo que Donald Trump no está dispuesto a tolerar. Además los talibanes afganos cuentan con el apoyo incondicional de los talibanes pakistaníes y el gobierno de Islamabad y probablemente los países árabes no se involucrarían directamente en el conflicto puesto que el sunismo moderado abarca generalmente la mayor parte de sus territorios.
Es posible que actualmente gocen de una relativa calma, pero teniendo en cuenta las limitadas alianzas que pueden establecer, la debilidad del gobierno, el rápido crecimiento del ejército y el territorio talibán, los chiíes se ven envueltos en un panorama extremadamente complejo, peligroso y lejos de una solución pacífica.
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